Conozco personas cuya fobia mayor les impide subir solas a un elevador. Les produce un horror memorable, porque alguna vez sufrieron un ataque sexual –o estuvieron a punto de tenerlo–, en uno de esos cajones cuya utilidad le ha dado un vuelco al paisaje urbano en todas partes del mundo.
Sin elevadores no habría rascacielos. Ni la enana Latinoamericana, ni la majestuosa Kalifa.
El problema bíblico del primer rascacielos en la historia humana, ostensible construcción de inaudita y desafiante altura en los prados de Babel no fue la confusión de los idiomas, sino la falta de un elevador. Si lo hubieran tenido sus soberbios constructores, podrían haber destinado los pisos del edificio de ambiciones celestiales, en uno para cada lengua.
Todos los días, con motivo de uno de mis empleos, viajo en elevador. Son tiempos cortos porque si bien el edificio tiene más de 40 pisos, mi oficina apenas se aloja en el proletario quinto nivel, lo cual la convierte en un despacho de segunda.
Pero, a pesar de ello y ante la falta de escaleras accesibles, debo usarlo junto con quienes altivos (nunca mejor dicho), suben a los pisos superiores, como si el nivel de las alturas también a ellos los elevara y como si eso fuera un distintivo, son los primeros en querer entrar al cajón cuando se abren las puertas, pero aquí se presenta uno de los grandes problemas contemporáneos: la falta de urbanidad en el acceso al elevador.
Los especialistas en el análisis de la conducta humana deberían revisar los comportamientos en “lobby”, primero, y en el ascensor, después, para explicarnos la agresividad, el sentido territorial de la competencia, el anhelo de primacía, el ansia de supremacía.
El “lobby” es un espacio donde como en una parrilla de salida de la fórmula uno todos quieren acomodarse para subir primero. Obviamente quienes también quieren salir les estorban y todos –los entrantes y los salientes–, fruncen el ceño y arrugan la nariz, ofendidos por los semejantes, convertidos –como en el Metro–, en estorbosos compañeros de viaje.
Como siempre las mujeres hacen uso del privilegio de su condición femenina y quienes no tienen esa extraña forma de acrofobia, derivada de reales o imaginarios abusos y manoseos (o algo peor), son más eficientes en la práctica del empujón.
La mayoría –especialmente aquellas cuyo tonelaje las iguala con la “Tonina” Jackson, aquel legendario luchador de mis lejanos años mozos–, podría derribar fácilmente a la línea defensiva de los empacadores de Green Bay.
Además existe quien asume una postura de ofendido u ofendida por quien mete el brazo o la mano cuando ya las puertas se van cerrando e impide con su intrusiva audacia el inicio del viaje al piso prometido.
Algunos elevadores huelen a canela porque sus administradores pusieron aromatizantes en los ductos del aire acondicionado. Otros son tan viejos como para oler a herrumbre. En algunas unidades habitacionales y edificios del Centro Histórico (quizá todas) huelen a orines. Y otros a peores materias del despojo orgánico.
En un tiempo les pusieron música ambiental, “Muzak”,
“…Prefiero mil veces trabajar con musak. Es tan suave. Incluso los temas violentos, como por ejemplo la Rapsodia Húngara o la Polonesa, en el musak quedan desprovistos de agresividad, y además yo creo –dice Mario Benedetti–, que siempre agregan muchos violines y entonces suenan casi casi como un bolero, y esto tiene efecto de bálsamo…”
Pero más allá de la literatura, el elevador es un campo de observación. Hay quien saluda al entrar e intenta establecer una conversación de cinco pisos (¿usted sale en la tele, verdad?); otros se ensañan en permanecer desconocidos y alzan la nariz como si buscaran estrellas en el techo y sólo miran un led apagado.
Y la muchacha de la minifalda, se ubica cautelosa y escamada, en una esquina neutral. No vaya a ser…