Norberto Alvarado Alegría
La acción pública de los gobiernos locales se ha ido encaminando en gran parte del mundo hacia la reivindicación del papel de la ciudad, en particular de su administración y de los servicios que presta, como estructuras protectoras de derechos fundamentales de las personas que las habitan, en contraposición a la acción y responsabilidad exclusiva de los gobiernos nacionales o de las administraciones regionales o centrales, que en los diseños constitucionales tienen otras competencias asignadas.
En México esta acción primordial se encuentra asignada al nivel de gobierno municipal. Según los datos del Censo 2020 publicados por el INEGI, en el país existen 2469 municipios y demarcaciones territoriales que conforman los 31 estados y la Ciudad de México, lo cual nos da una idea del amplio mosaico de realidades locales y de las complejidades y retos que experimentan en común como de manera particular.
Desde el primer municipio americano continental: la Villa Rica de la Vera Cruz, fundado por Hernán Cortés el viernes santo del 22 de abril de 1519, hasta nuestros días, la institución municipal se ha multiplicado exponencialmente en el territorio nacional, como base de la división administrativa, pero también como recurso político para separar territorios, acabar con disputas familiares o de clanes, y justificar revanchas electorales. Según los datos censales hay municipios que no llegan ni a un centenar de habitantes, mientras otros rebasan millones de personas.
La tradición municipalista de Castilla que heredamos del derecho colonial ha subsistido, más allá de casi desaparecer constitucionalmente durante el siglo XIX, aunque funcionaba en las ciudades y pueblos, mezclándose con las prefecturas, sindicaturas, delegaciones y comisarías. Fueron los hermanos Flores Magón en su programa del Partido Liberal Mexicano de 1914 quienes rescatan el peso de la figura municipal, para incorporarla discretamente el Constituyente de 1917, en su texto.
De esa fecha a nuestros días, el artículo 115 constitucional ha sufrido diecisiete reformas, la última en 2020, pero la naturaleza del Municipio sigue siendo la misma, más allá de las modas, ocurrencias o berrinches de los presidentes municipales -que no alcaldes-, y sus sometidos ayuntamientos. Prestar servicios públicos esenciales, es decir, materializar el ejercicio más directo de los derechos humanos.
El Municipio tiene su raíz, por así decirlo, en el origen de la convivencia social. Cuando la población que, en su mayoría está privada o limitada, en virtud de sus características económicas, sociales, culturales, étnicas, de género y edad, para satisfacer sus más elementales necesidades básicas, ahí entra en acción la administración pública municipal. A diferencia de Brasil, donde los municipios integran el pacto federal, en México sólo cuentan con autonomía, que nos es poca cosa.
Hoy se confunde ciudad con municipio. Este error de concepción ha generado graves situaciones de alta concentración urbana, gentrificación, aumento de índices delictivos, escasez de bienes, mala calidad de servicios públicos, abandono de comunidades, conurbación, entre otros más, que las administraciones municipales han obviado, por falta de comprensión de su papel y por la exacerbada fuerza centrípeta del presidencialismo, que no distingue género, partido ni zona geográfica.
El aire de la ciudad nos hace libres, raza el proverbio medieval de origen germánico, que dio popularidad y categoría política a la ciudad, como ente político independiente de los reinos e imperios. Esa ha sido siempre la trinchera de construcción de ciudadanía política de la democracia moderna, y por extensión la vida municipal y su reducto más esencial, la vida vecinal y cívica.
Siguiendo a Le Corbusier la delimitación territorial administrativa de las ciudades ha sido arbitraria desde el principio de sus inicios o ha pasado a serlo posteriormente, cuando la aglomeración principal, a consecuencia de su crecimiento ha llegado a alcanzar a otros municipios, englobándolos a continuación, dentro de sí misma y rezagado a otros territorios geográficos; efectivamente, algunos municipios suburbanos han adquirido inesperadamente un valor, positivo o negativo, imprevisible, ya sea por convertirse en barrios residenciales de lujo, ya por instalarse en ellos centros industriales intensos, ya por concentrar altas poblaciones de sectores económicos menos favorecidos.
En algunos casos, los municipios han experimentado también cambios positivos, sobre todo en su capacidad financiera, debido a la recaudación que la urbanización de sus territorios ha experimentado con la explosión inmobiliaria de ciertas zonas en varias partes del país. El programa de las cien ciudades medias que impulsó Luis Donaldo Colosio en 1992, entonces titular federal de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología, generó resultados a largo plazo. Esa fue la consolidación del (parcial) milagro queretano, que en buena parte vivimos y padecemos, porque todo es dicotómico.
Los municipios de Querétaro experimentan todos estos escenarios narrados, no les son extraños ni lejanos. Por ello, el debate sobre el futuro de la República no puede quedar encapsulado en lo nacional, pues el ámbito federal es el más ajeno a la vida cotidiana de las personas. Sin embargo, apostamos todo desde hace doscientos años todo a la centralización nacional, ahogando la vida local; lo mismo pasa en los estados y sus municipios, pues se pretende que la regla de Pareto, sea una pena trascendental entre niveles de gobierno en este país en la distribución hacendaria.
Sin embargo, el sexenio federal pasado, y éste que comienza con muchos matices de burda concentración de todo el poder en manos de una sola persona, más allá de que sea mujer, no fueron ni serán halagüeños para la vida pública municipal, hoy sitiada por el crimen organizado, la falta de recursos, la migración, la pobreza extrema y las malas administraciones, en los casi 2469 municipios mexicanos y alcaldías de la Ciudad de México. No podemos inventar más municipios ni cargos sin sentido como las intendencias, existiendo la descentralización administrativa desde finales del siglo XX.
Urbanísticamente, la ciudad puede ser el espacio o territorio donde se asienta una población, que se articula respecto de ciertos servicios públicos, que son necesidades básicas que requieren de una satisfacción objetiva y universal, tales como el suministro de energía eléctrica, agua potable, drenaje, vialidades, plazas, mercados, cementerios, asistencia sanitaria, servicios educativos y transporte colectivo. También, permite la sobrevivencia y la movilidad social, gobernada por una administración con matices de proximidad; idealmente electa y administrada democráticamente. Son, si se me permite la analogía, el conserje del edificio y el ama de llaves a la vez, para ser paritarios.
No hace falta mayor esfuerzo analítico, los ayuntamientos como órganos de gobierno y los presidentes municipales como administradores, deben leer a consciencia el contenido del artículo 115 constitucional, y por intuición política se darán cuenta que su encargo es claro y preciso, no deben inventar atribuciones ni competir con las de otros poderes públicos o niveles de gobierno.
El mandato es claro: la prestación de servicios públicos municipales, la construcción, mantenimiento y mejoramiento de infraestructura pública que permita construir ciudadanía; y cumplir con la función pública de la policía administrativa, y de la seguridad pública. En el Estado constitucional, y lo tomo prestado de Nieto, la Constitución emerge como norma suprema del ordenamiento jurídico, dejando de ser símbolo para convertirse en norma de aplicación directa que motiva la aplicación directa de los derechos independientes de la ley, en un contexto de pluralismo social y democrático.
Se empiezan a ver los primeros rasgos de las autoridades municipales en el estado. Cada municipio tiene su dinámica y no podemos más que unificar la exigencia de cumplimiento. Hay que tener cuidado con la atomización del territorio, la concentración de la gestión pública, la duplicidad de la estructura administrativa, y la implementación de políticas como la tolerancia cero, de resultados contradictorios en otras ciudades y municipalidades. En el gobierno o desde la oposición, todas son opciones de aparador que no necesariamente serán eficaces, eficientes ni suficientes.