Domingo 18 de abril de 1993. El reloj marcaba las 12 del mediodía y el termómetro, una temperatura que prometía un partido de fútbol tan intenso como el calor. El Coloso de Santa Úrsula, el Estadio Azteca, bullía. Un mar verde ondeaba al ritmo de los cánticos, una ola humana que se entregaba a su selección con una pasión inigualable. No había barras bravas, no había violencia, solo el fervor de un pueblo unido por su selección. Era un fútbol auténtico, donde la garra y el corazón valían más que cualquier táctica elaborada.
México, con sus limitaciones, nos entregaba partidos vibrantes, llenos de pasión. Y nosotros, desde nuestras casas, nos sentíamos parte de ese equipo. Era una conexión especial, una comunión entre jugadores y aficionados que hoy parece lejana.
En aquel entonces, el fútbol mexicano era una fiesta. Los partidos eran citas ineludibles, rituales que unían a familias enteras. Recuerdo con nitidez cómo, a mis 12 años, en mi Querétaro natal, me levantaba temprano para no perderme ni un minuto del encuentro. Incluso, ese domingo, en familia habíamos ido a misa a las 8 am para estar a tiempo. Era una época en la que la selección, con todas sus limitaciones, nos ofrecía algo más que resultados: nos regalaba ilusión, nos hacía soñar. Los goles de Nacho Ambriz, Ramón Ramírez y Luis García fueron la cereza del pastel. Tres anotaciones que nos hicieron saltar del sofá y celebrar como si hubiéramos marcado nosotros mismos. Ellos, jugadores, goles y festejos que nacían desde el corazón, sin celebraciones ensayadas, sin el peinado de moda y sin los “likes” de por medio… otro mundo, otro futbol.
México, siendo fiel a su historia, no era una selección exquisita, pero tenía algo que la hacía especial: corazón, pasión y entrega. Y con eso, con muy poco, nos conquistaba. Sentíamos una conexión especial con el equipo, una cercanía que hoy parece imposible.
El Azteca, aquel templo sagrado del fútbol mexicano, limpio, futbolero, vibrante. Aun no había sufrido las aberraciones de las modificaciones que le hicieron perder su alma. Ya no es el mismo estadio que nos hizo vibrar en tantas ocasiones. Un templo mancillado por las marcas, un Frankenstein parchado, un estadio del pasado.
En su libro “Dios es redondo”, el magnífico Juan Villoro escribió: “Elegir un equipo es una forma de elegir cómo transcurren los domingos”. Nosotros habíamos elegido a nuestra selección y así transcurrían esos domingos… y hoy, 30 años después, conduciendo hacia mi trabajo, escucho en la radio que por la noche la selección mexicana juega contra su similar de Estados Unidos en Guadalajara y siento una indiferencia tremenda. Ese juego, ¿a quién le importa?… las televisoras, como siempre, harán el esfuerzo de vender la épica y reavivar la pasión por este equipo, todo esto mientras un anuncio de alitas se cruza en tu pantalla en medio del partido… triste, pero cierto, tal como reza una canción de Metallica: “you know it´s sad but true”. Cuando leas esto ya sabremos el resultado de ese partido, no sé si gano o perdió el equipo nacional, pero nuevamente, ¿a quién le importa?…
Villoro nos dice: “La pasión futbolística se alimenta de dolor; cada público encuentra la forma de superar males específicos. En Argentina los milagros son posibles, pero duran poco; en México se posponen para siempre y la gloria debe imaginarse»
La emoción salió de mi corazón y por ahora, con ese equipo, no me interesa que vuelva.