Cerca de las seis de la tarde la luz oblicua del mes de agosto produce en las calles de Hiroshima un aspecto fantasmal.
Al caminar uno siente un extraño peso sobre el aire.
La tarde de Hiroshima tiene un sentimiento de congoja, de tristeza infinita, especialmente si uno ha visitado horas antes el museo del horror atómico y ha visto con esperanza las inscripciones en el memorial de concreto –allá al fondo del estanque y su recobrado paisaje de barcas y remos–, cuya ligereza de parábola quieta nos compromete con el nunca más; nunca otra vez.
Quizá no vivan los muertos en Hiroshima. Nada más su recuerdo, hasta para quienes jamás los conocimos.
Posiblemente los fantasmas habitan nada más en nuestros ojos y sus pasos invisibles resuenan en nuestros oídos como si su etérea marcha hiciera sonar las breves campanas del viento y se arrastraran como murmullos los espíritus de esas doscientas mil personas asesinadas en la explosión atómica de 1945.
La luz es la misma, porque el sol no ha cambiado desde el principio del tiempo, ni el cielo recuerda ya aquel incendio sobrenatural y los árboles muertos ya le dieron paso a esos pequeños álamos y cerezos de donde los niños cuelgan pequeñas papirolas (origami, les llaman) de garzas y grullas hechas de hojas de colores en cuyo balanceo parecen volar.
Pero la vista allá cerca de esta ribera del pequeño río Ota, cuyos brazos cortan el archipiélago en seis islas menores, desperdigadas sobre el mar de Japón nos muestra la torcida cúpula del edificio de la Bolsa mercantil de aquellos años, un esqueleto de acero cuya fuerza soportó parcialmente el infierno nuclear de los 4 mil grados centígrados, como si el mismo sol hubiera salido a calcinar las avenidas del puerto.
Hoy, tantos años después, todavía hay sobrevivientes de aquel incendio colosal.
He conocido a varios, entre ellos al sacerdote jesuita, Pedro Arrupe (delgadísima la transparente piel, como de cera), quien con una navaja de afeitar levantaba la piel abrasada de los niños a su cuidado en un consultorio improvisado en la colina Tateyama al cual llegaba tras pedalear una bicicleta durante cuatro o cinco horas entre las ruinas y la muerte.
«…una explosión formidable.–recordaba–, parecida al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles… (abc) Durante unos momentos, algo seguido de una roja columna de llamas, cayó rápidamente y estalló de nuevo. Esta vez terriblemente, a una altura de 570 metros sobre la ciudad.
“… En todas direcciones fueron disparadas llamas de color azul y rojo seguidas de un espantoso trueno y de insoportables olas de calor, que cayeron sobre la ciudad arruinándolo todo: las materias combustibles se inflamaron, las partes metálicas se fundieron, todo en obra de un solo momento…»
Estas imágenes nunca se deben repetir y a diferencia de otros episodios criminales de la historia, hablar de ellos –o premiar con el Nobel de la Paz a quienes lo hacen–, tiene una útil diferencia con exigir perdón a España o Portugal por irrepetibles invasiones de hace 500 años.
La conquista de Tenochtitlán (no de México), no puede repetirse. Ya se acabó el colonialismo territorial. Una explosión atómica sí.
Hace años Barack Obama estuvo en Japón. En esa ciudad. No se si a él lo envolvieron los mismos espectros cuya silenciosa compañía tuve en Hiroshima. No se si él haya sentido pena por el crimen.
“…Tenemos una responsabilidad compartida de ver directamente a los ojos de la historia, dijo, y preguntarnos qué podemos hacer diferente, para evitar que ocurra nuevamente este tipo de sufrimiento…” dijo nada más..
Por todo esto es maravilloso el Nobel de la Paz a Nihon Hidankyo. Por primera vez este premio recuerda a esos 200 mil muertos con quienes caminé por Hiroshima.