El fútbol, religión de masas que congrega multitudes en catedrales de césped, vive hoy un cisma profundo. Sus feligreses, antes entregados a los rituales del juego, se alejan de los templos, dejando vacías las gradas y encendiendo las alarmas en los altares del poder. Cada día hay menos aficionados en los estadios.
Antaño, el balompié era una liturgia que unía a las personas en un mismo sitio sagrado. Los estadios, santuarios donde se veneraba la redonda, eran epicentros de pasión y fervor. Pero hoy, la fe se tambalea, erosionada por las malas praxis de sus dirigentes, esos sumos sacerdotes que, en lugar de pastorear a su grey, la han llevado al borde del abismo priorizando intereses económicos.
La pelota, ese objeto de culto, ha sido crucificada en el altar de la mediocridad. El espectáculo, otrora majestuoso o al menos emocionante, se ha convertido en una farsa repetitiva. Los ritos, una vez llenos de magia y emoción, ahora son meras rutinas carentes de alma. La gente, harta de tanta blasfemia, busca nuevas divinidades en otros templos, en otros deportes.
Los templos, otrora lugares de peregrinación, se han vuelto lúgubres y desangelados. La oferta es paupérrima, repetitiva. El nivel deportivo, en franca decadencia, ha dejado de ofrecer la calidad y la emoción que antes cautivaban a las masas. Los partidos, carentes de intensidad y creatividad, se han convertido en una rutina monótona que aburre hasta al más ferviente seguidor. Pero no solo es el juego en sí lo que ha fallado, sino también la experiencia que se ofrece en los estadios. Las experiencias extras, inexistentes.
La oferta gastronómica, limitada y de baja calidad, ha hecho que los aficionados se sientan estafados. Los mismos productos ofrecidos desde hace décadas, las mismas bebidas, activaciones barriobajeras sustentadas en la mofa, las mismas porquerías, servidas en condiciones insalubres que ponen en riesgo la salud de los consumidores. A esto se suma la falta de seguridad, que ha convertido a los estadios en escenarios de violencia y vandalismo. La violencia, un mal endémico que campa a sus anchas, ahuyenta a los fieles. Y todo ello, bajo la mirada complaciente de unos dirigentes que definitivamente están más interesados en sus propios beneficios que en el bienestar de su congregación.
La Iglesia del Balompié se desangra. Sus fieles, desilusionados, buscan nuevos ídolos, nuevos templos y nuevas recreaciones, abrazando y siguiendo incluso variaciones de su fe, de su deporte, como el caso de la Kings league y alguna que otra aberración que ofrece al menos algo diferente, más fresco y en teoría, más actualizado, se reconocen en templos donde sienten una participación y una atención más personalizada, y tal vez, ahí es donde radica la clave de esto… Y mientras tanto, los dirigentes de la actual Fe, aferrados a sus dogmas obsoletos, abrazados a becerros de oro, se niegan a reconocer la magnitud de la crisis. Están perdiendo seguidores, los fieles ya no peregrinan, los estadios están más vacíos que nunca.
Sin cambios, esta religión, que tanto ha unido a los pueblos, está condenada a la extinción. El fútbol mexicano se encuentra en un punto de inflexión. La fe de los aficionados ha sido puesta a prueba y muchos han decidido abandonar el barco.
Juan Villoro dijo, “Solo hay dos motivos para explicar que se juegue con tribunas vacías: la penalización y la desgracia. Los estadios sin nadie son mausoleos donde la gloria no tiene eco.”
Ya hubo estadios vacíos por una desgracia, por una pandemia… y hoy, la ausencia se debe a pura y dura penalización. Si los dirigentes no toman medidas drásticas para revertir esta situación, el balompié nacional seguirá condenado al infierno de la gris mediocridad. Es hora de que dejen de crucificar al fútbol y comiencen a trabajar en su resurrección.