Norberto Alvarado Alegría
No hay gobierno perfecto, lo escribió Madison en el artículo número 51 de “El Federalista”: sí los hombres fueran ángeles, el Gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, lo mismo sobrarían las auditorías externas del Gobierno que las internas. Por ello existe un marco jurídico que rige la actuación de los hombres y en particular del Estado y sus estructuras a las que llamamos gobierno. Ese marco es la Constitución en los estados modernos y democráticos; independientemente de su orientación liberal, social o comunitarista, a partir de la segunda mitad del siglo pasado se generó un consenso sobre los contenidos mínimos constitucionales tanto en la parte orgánica como en la dogmática, siendo esta la que mayor empuje ha tenido en lo que va del siglo XXI con la gran fuerza centrífuga y transversal que han adquiridos los derechos humanos.
Sin embargo, hoy me refiero a la parte orgánica que ya parecería haber quedado definida y sellada en sus bases mínimas, al adquirir carácter -expreso o tácito- de cláusulas pétreas en la mayoría de las constituciones del mundo occidental e inclusive en algunos sistemas asiáticos y africanos.
Más allá de entrar en una estéril discusión de si hay una colonización ideológica en términos de las teorías críticas del Derecho respecto de estos contenidos constitucionales, la reflexión que pretendo hacer, está en el ámbito de la funcionalidad y eficacia institucional de las bases mínimas sobre las cuales se han venido construyendo las estructuras y los órganos gubernamentales, que le dan contexto al concepto de Democracia contemporánea, que dista mucho de la falacia que los ultimo seis años se intentó construir sobre este concepto al repetir obcecadamente la definición etimológica (demos y kratos), y que parece será la misma estrategia de la necia presidente -así de bien escrito-, y más allá de su adscripción a un simplismo solipsista, que poco o nada tiene de cartesianismo.
La Constitución compensa la naturaleza hobessiana de las personas que integran y dirigen al Gobierno. Con mecanismos institucionales se contraponen los intereses opuestos y rivales que son propios de la política y que no deben espantarnos, sino que nos mueven a la reflexión y el entendimiento de los sistemas políticos. La separación horizontal del poder entre las funciones ejecutiva, legislativa y judicial; la separación vertical entre los niveles de gobierno federal, local y municipal; la división del Congreso Federal en dos cámaras con períodos diferentes; un Poder Constituyente Reformador que incluye al Congreso de la Unión y las legislatura estatales y una mayoría calificada; la diferenciación entre procesos de selección de los titulares de los poderes, algunos electos popularmente y otros designados atendiendo a la naturaleza de su función; y, la existencia de órganos autónomos que nacieron de momentos históricos y se convirtieron en instituciones políticas o técnicas de garantía y seguridad jurídica, son la base de nuestro gobierno republicano, representativo, democrático y laico.
Así lo señalan los artículos 39 y 40 constitucionales. Esos son los candados que están diseñados desde 1824 y que van dirigidos a garantizar las libertades de las personas, sin depender demasiado de la virtud, la supina ignorancia o los vicios de los gobernantes; su origen es primario pues encuentra fundamento en la decisión de la población. Sin embargo, en México la experiencia nos ha enseñado que, a pesar de este entramado institucional, existe la necesidad de tomar precauciones añadidas.
No hay un solo grupo, partido o corriente ideológica ni movimiento social que sea dueña de la verdad absoluta. Unos y otros comenten los mismos y cada vez más graves errores. La idea platónica de que los hombres más virtuosos deben gobernarnos es solo un ideal al que aspiramos como referente en la construcción de la ciudadanía, es decir, todos tendríamos que pasar por el tamiz de ser virtuosas personas y ponerlo en práctica. Se requiere de la inteligencia y la virtud de los electores, pero aún más de las nuevas generaciones a las que no hemos sido capaces de transmitirles asertivamente los bienes cívicos que dilapidamos.
Nada tiene de virtuosa la indiferencia, la postura de expresidentes como Salinas de Gortari, López Obrador o Shienbaum Pardo son similares al expresar que ni los oyen ni los ven, o que sólo existen si los mencionan. Es demoledora la comparación, sí, pero es necesaria y aunque haya quien no vea las similitudes, el autismo político (de manera peyorativa) es brutal en quienes hoy nos gobiernan en todos los niveles: federal, estatal y municipal a lo largo y ancho del país.
No podemos caer en la trampa del dilema de Schelling, para seguir justificando una lucha entre los extremos que nos tiene en una polarización que pretenden extender otro sexenio. Basta, no podemos seguir siendo rehenes politiquerías baratas.
La gran pregunta que tenemos frente a nosotros, y no el Gobierno ni los partidos, es si aún existe la virtud cívica entre nosotros. Si ya no la hay, desdichada es nuestra realidad y el futuro de nuestro hijos y nietos. En este momento de la historia ningún gobierno ni teoría política puede limitar nuestras libertades, garantizar nuestra seguridad ni generar la justicia social que nos merecemos de manera democrática, ni siquiera a través de la imposición de una visión unilateral sostenida en un régimen castrense.
Suponer que algún gobernante, partido político, o ideología nos podrá garantizar estos bienes cívicamente es una quimera. La virtud pública es la madre de una patria demócrata-social en la que las libertades sean las columnas que sostienen la justicia redistributiva.