Norberto Alvarado Alegría
A últimas fechas no le va muy bien a la vida pública de nuestro país. El incesante crecimiento de la violencia derivada de una lucha contra el narcotráfico, a la que el gobierno federal renunció bajo la inconcebible oferta de ‘abrazos y no balazos; el indignante desplazamiento de comunidades rurales enteras en el norte, pacífico y sureste del país; los hechos atípicos -que se han vuelto típicos- de linchamientos donde no hay seguridad ni justicia a pesar de la presencia de los militares; la insoslayable violencia de género, familiar y hasta vecinal que son la nueva realidad de la vida urbana; la polarización brutal e irracional que intercambió el debate por la imposición de ideas; una desmedida militarización de la vida pública; y, un presidente que se resiste a dejar el poder y que a pesar de que su partido ganó las elecciones no deja gobernar a su expectativa sucesora, que incita a una parte de la sociedad a convertirse en una turba para socavar las instituciones y, que impone al orgullo de su nepotismo como aspiración de continuar su corrupto legado, es el panorama de final de sexenio.
La presidencia de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y su rastro de rencor proyectan una oscura sombra sobre el presente y futuro de la democracia en el país. Si bien la grave problemática mexicana del siglo XXI no comenzó con la llegada de Morena al poder, ni terminará por este mismo hecho como por arte de magia, la elección del 2018 y la de este año, son un síntoma de la erosión social y del daño casi irreparable de la democracia mexicana.
Desde hace varios años la división entre grupos socioeconómicos en el mundo y en particular en nuestro país, no hace más que agrandarse, y la diferencia que hoy es abismal en los casos más extremos, ha fracturado el tejido social, alimentando por un lado la indiferencia y el otro lado el resentimiento, que hoy pone una distancia irreconciliable entre quienes se ven como ganadores y perdedores de la meritocracia en todos los aspectos de la vida humana, convirtiendo nuestra realidad en la mayor tiranía: la del mercado y la meritocracia, según Ferrajoli y Sandel, cada uno por separado.
Los poderes salvajes del mercado y la tiranía del mérito resultaron ser una combinación letal para la vida pública. Lejos de generar una compensación social, han sido la incubadora de abusos y desilusiones que hoy no encuentran límites, y por consecuencia, tampoco vasos comunicantes ni puntos de encuentro. El Estado dejó de ser un contrapeso de un concentrado poder económico altamente corruptor, que puso en jaque a los principios democráticos y a las instituciones construidas sobre ellos. En consecuencia, las posiciones ideológicas desaparecieron, esos diques de contención fueron dinamitados y explotaron, causando una inundación de rabia y de confrontación social, que vemos en el mundo, y de la cual no escapamos lo mexicanos, sino que inclusive padecemos hoy.
Parte de los que votaron por Morena lo hicieron por sus apelaciones a valores como la honestidad, la verdad y la justicia, de las cuales se olvidaron prontamente. Pero este partido y sus candidatos, primordialmente los presidenciales, también se beneficiaron de una ira popular nacida de agravios legítimos, que fueron utilizados para chantajear la voluntad democrática, hasta absurdos como los que se han registrado como la desaparición de programas sociales como los apoyos a menores con cáncer, desfalcos en entidades gubernamentales como SEGALMEX, discriminación de mexicanos como la contratación de médicos cubanos y venezolanos, el aumento de la violencia frente a la actuación inerte de la Guardia Nacional, y la compra sistemática del voto del bienestar.
Es cierto que los gobiernos precedentes generaron desigualdades de renta y riqueza desmedidas como las que no se veían desde la etapa revolucionaria. Se construyeron instituciones muy valiosas que se quedaron en la democracia procedimental y se olvidaron de la democracia sustancial. La movilidad social se estancó haca casi un cuarto de siglo, los sindicatos fueron cooptados por la voracidad de sus propios dirigentes, los partidos políticos dejaron de ser atractivos y representativos del mosaico social, y la ciudadanía se volvió indiferente frente al otro, haciendo poco o nulamente eficaz al Estado, sus instituciones y al derecho.
Hay que precisar que la política económica de AMLO poco ha hecho y ya no hará, por la población trabajadora que le apoyo. La clase media desapareció y la que aún subsiste es desdeñada. Las poblaciones indígenas son desplazadas y, los más pobres están condenados a recibir un apoyo económico que cada día aumenta el déficit nacional y se condena a extinguirse, más pronto que tarde.
Sin embargo, la animadversión del ya casi expresidente y la de quienes le subsistirán en esa nueva élite política, en contra de las instituciones que le estorbaron -como reveló en entrevista el ministro González Alcántara-, han calado muy hondo en el México contemporáneo, que ha regresado a ser un México bárbaro, y la respuesta vengativa se hace patente, pues nos ha puesto a unos contra otros.
Las propuestas ilusionantes de Morena y sus candidatos surtieron efecto electoral en 2018 y 2024, con un viso de espejismo, la idea frenética de que desaparezcan la división de poderes, las instituciones sean derrumbadas, que el país se militarice y que las leyes se vayan al diablo, solo reflejan, más que la esperanza de que el país cambie, la reafirmación de la revancha por el descontento, la desesperación, la ira y la frustración del grueso de la población.
La idea ingenua de que la democracia procedimental hará grande al pueblo, esconde subyacentemente la propuesta dirigida para la consolidación de un régimen de visión miope, negado al diálogo y nula aceptación crítica. El reclamo social que ha aprovechado AMLO para reconducir el país al otro extremo se presenta en apariencia legítimo, y tal vez lo sea, pero no nos confundamos, porque basta con rascar muy por encima de la superficie mediática, para darnos cuenta que no nos dirige a la paz social ni persigue en interés público, sino que es una reafirmación de la concentración del poder y la reducción de la voluntad general y las libertades.
El descontento democrático persiste, basta con leer o escuchar diariamente las noticias de la realidad nacional y lo peor es que el efecto se expande. La insatisfacción de unos y otros es más letal que a finales del siglo XX, cuando apenas comenzaban a deshilvanar los hilos del tejido social. Hoy lo que queda es una madeja de hilos enredados que pone a prueba la poca capacidad de la ciudadanía y su compromiso democrático, que ya no ve opción en el hiperpartidismo, sino en el ejercicio crítico, en la militancia de la sociedad consigo misma, y en el rencuentro de la solidaridad del uno con el otro.