Cuando uno es niño, va heredando pasiones, amores por un equipo, gustos y preferencias principalmente heredado de papá o hermanos mayores, pero también, hay pequeños detalles casi mágicos que te atrapan siendo niño y te van dando tus pasiones propias, tus gustos personales. Un color, un gol, una máscara, una película, una canción, un sabor, un momento, un balón o un nombre, te convierten en otra persona, te convierten en un seguidor de un equipo. Cuando somos niños, en nuestra imaginación podemos ser superhéroes, luchadores en un cuadrilátero y sobre todo, jugadores de futbol.
Yo fui uno de los niños que todavía jugaron futbol en la calle, afuera de la casa, en ese pavimento que se convertía en el teatro de los sueños con una pelota. Un par de amigos, coches estacionados que eran rivales por vencer, unas piedras como portería, un balón y el mundo estaba completo.
En 1990, en esos partidos callejeros o a la hora del recreo, cuando la chicharra sonaba y comenzaba otro partido épico en el patio de la escuela, estaba de moda ser Hugo Sanchez, Maradona, Lothar Matthäus o algún delantero de la selección alemana. Yo nunca estuve convencido de ser uno de ellos, dentro de ese juego infantil, yo sabía que no tenía la calidad y energía para tomar esa infantil y poderosa responsabilidad de ser un clase mundial en el pavimento o en el recreo, no quería ese 10 en mi espalda, porque hay que decir que incluso siendo niños, incluso con esa imaginación poderosa que vuela al espacio en un segundo, uno sabía que otros niños con mejor pie, podían ser con más “derecho” un Maradona u otro jugador que usara el diez en la espalda… Por eso, cuando “Toto” Schillaci, apareció como una centella con su cabezazo contra Austria en el mundial de Italia 90, un mundial donde él aparecía como una sorpresa en la convocatoria de la selección italiana, en ese cabezazo, “Toto” me conquisto.
Italia 90 fue el primer mundial que vi con real consciencia de la importancia del evento, y sin tener un favorito por la ausencia del Tri por el castigo por los cachirules, la aparición de Schilacci fue un clavo al cual me agarré, un clavo al cual mi infantil ansia de tener un equipo favorito se abrazó. Su inesperada aparición como goleador, goleador desconocido para un niño mexicano de 9 años fue mágica, sobre todo cuando escuche su nombre: Salvatore, mi tocayo italiano. Salvador, Salvatore, “toto”, el delantero italiano, no tan virtuoso, pero sorpresivo, intempestivo y decisivo. En ese mundial fue el campeón de goleo, en ese verano, en esas noches mágicas Salvatore toco no solo el cielo de un verano italiano, toco también el corazón de un niño queretano.
Hoy he leído que ha fallecido y de alguna manera se ha ido una pequeña parte de mi infancia. Su solo nombre me traslada a esa infancia donde el balón botaba igual para todos, donde democráticamente esas piedras en el pavimento eran San Siro o cualquier estadio mundial, recordar su nombre me lleva en una ola de nostalgia a donde uno podía meter el mejor gol del mundo en el recreo, a un pavimento, una calle, en donde uno como niño podía elegir ser cualquiera si quería, teníamos el poder de la imaginación abrazada a un balón para poder incluso ser Maradona, pelé o cualquier otro jugador… pero yo, cuando niño, en esa calle, con ese balón y con esas piedras como portería, yo elegí ser, yo fui Salvatore Schillaci.
Descansa en paz goleador. Me hiciste muy feliz.
notti magiche
inseguendo un gol
sotto il cielo
di un’estate italiana