Norberto Alvarado Alegría
A pesar de que el proyecto de reforma constitucional a los poderes judiciales, federal y de las entidades federativas, fue presentado formalmente por el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) desde el 5 de febrero pasado, pero anunciado desde antes -cuando asumió la presidencia de la Corte la ministra Norma Piña-, el Poder Judicial de la Federación erró la estrategia y cayó en el juego perverso del Ejecutivo. No podemos ignorar el diagnostico que pone de manifiesto que el Poder Judicial requiere un cambio: juzgadores, abogados y justiciables coinciden en ello, pero no el propuesto por Morena y sus aliados.
AMLO les tendió la trampa y cayeron, actuaron de manera tardía y con acciones que lejos de aclarar la inconveniencia técnica y práctica de la reforma propuesta, generaron animadversión, ya que ingenuamente los juzgadores se acostaron sobre la cama que les tendió Morena. La defensa del Poder Judicial ha sido tardía y sin asertividad, lejos de atacar los errores de la reforma y hacer una contrapropuesta viable y sincera, hasta el fin de semana pasado. Los juzgadores decidieron construir el discurso de la defensa sobre sus derechos laborales, y a través de un paro de labores que, -bajo un argumento falaz, pero lamentablemente eficaz entre la población-, parece darle la razón al discurso inquisitorio del privilegio y nepotismo con que AMLO los ha golpeado.
La trampa maniquea ha sido la propuesta de elegir a los ministros, magistrados y jueces por el voto popular, y en ese tema se han enredado propios y extraños, sin advertir lo que en verdad hay en el trasfondo de la reforma. Lo primero es que no hay una elección como tal, pues son los propios poderes Ejecutivo y Legislativo, que hoy controla Morena, y el Judicial que se encuentra a merced de los otros, los únicos actores que tendrán el privilegio de designarlos. Lo que sucederá es un engaño, pues los ciudadanos votaremos sin elegir realmente, a las y los juzgadores de entre una inmensa lista de nombres de desconocidos listados en bloque, que serán previamente decididos por el gobierno en turno, y que no rendirán cuentas, sino a quién los incluyó en la lista; es una especie de tómbola de togas plurinominales que no hace sino disfrazar la decisión política con un argumento populista.
La reforma no toca la situación de los tribunales agrarios, fiscales, administrativos ni burocráticos, es parcial y dirigida a la demolición del sistema de pesos y contrapesos constitucional, que tantos berrinches le hizo pasar a AMLO. Para demostrarlo, basta señalar que este sexenio el Ejecutivo y el Senado han sido omisos en designar a cientos de jueces y magistrados de estos tribunales, que junto con los tribunales electorales funcionan con empleados menores designados como magistrados suplentes, en el mejor de los casos.
Otro de los timos, es la propuesta de instaurar un tribunal inquisitorio y elegir por voto popular a quien administre y sancione a las y los juzgadores; esto es una sin razón, la fiscalización es una tarea técnica, no de popularidad, y la guillotina de ésta, puede traer un doble efecto de regreso, pues al constituir un régimen de terror, además de perseguir a quienes resuelvan en contra de los intereses del gobierno o partido en turno, hará que se detenga la administración de la justicia, provocando al final un grave efecto en los justiciables, que tendrán que esperar largos años para resolver un juicio o litigio. Esto debe llamarnos la atención, ya que es la puerta a escenarios de linchamiento, donde como en Fuenteovejuna, la culpa será de todos y de nadie a la vez.
Valdría la pena preguntarnos por qué, si hoy se propone elegir por votación popular a un Tribunal de Disciplina y al órgano de administración judicial, y, por qué no hacerlo también con el Auditor Superior de la Federación, el titular de la Función Pública y los órganos de control interno, pues hacen un trabajo similar, no solo a nivel federal sino también en lo local. Tal vez eso no le guste a AMLO, ni a Claudia, ni a Morena, ni a sus aliados.
La reforma es incorrecta, su justificación se ha construido bajo el imaginario popular de los altos índices de ineficiencia en las sentencias en materia penal, que es la puerta giratoria donde entran y salen los delincuentes. Sin embargo, esos procedimientos son de dos, como en un matrimonio. Las fiscalías son los órganos acusadores y los tribunales los resolutores; la estructura, la designación y el funcionamiento de las fiscalías no se contemplan en la inminente reforma judicial. Ni tampoco la urgente necesidad de echar a andar un nuevo sistema oral en materia civil y familiar, con la entrada en vigor del Código Nacional.
Las consecuencias de la reforma judicial no sólo se concentran la incertidumbre financiera sobre lo que viene; el efecto será más de fondo estructural, pues se afectará la convivencia general y la paz social, con un régimen autocrático de baja o nula competencia electoral, que desde ahora busca reducir fraudulentamente 86 en 85, las dos terceras partes de 128.
Apostar a la popularidad, la ingenuidad -que no honestidad-, y una mediocre calificación en la licenciatura, es condenar desde ahora a la población a perder su patrimonio, derecho, libertades y en una de esas hasta la vida. A decir verdad, tampoco podemos apostar a la cerrazón de la carrera judicial como única vía de acceso a la función judicial. Hoy se necesita capacidad, sensibilidad, oficio y prudencia.
Los jueces, a diferencia de los órganos del poder legislativo y del ejecutivo, no deben responder a mayorías ni minorías. Y el consenso del electorado no sólo no es necesario, sino que puede incluso ser peligroso para el correcto ejercicio de sus funciones de averiguación de la verdad y de tutela de los derechos fundamentales de las personas juzgadas por él.
Cuando una autoridad que presume ser legítima se extralimita con actitud revanchista y de ignorancia supina, pierde su competencia legal; una autoridad con sobrerrepresentación amañada no puede pretender ser legítima irracionalmente y predicar moralmente al mismo tiempo. La regla de la mayoría pasa por el tamiz del respeto y la protección de las minorías.
Desde su consolidación la Corte Mexicana ha estado encomendada especialmente de la custodia de la Constitución, por lo que tiene facultad de enmendar las acciones de los usurpadores más descarados, de señalar a los más osados infractores de la Constitución, y que es lo que motiva subyacentemente esta reforma sin sentido.
Hoy estamos ante un momento en que la válvula de seguridad que impide estallar a la maquinaria política se reviente. Maliciosamente se ha querido confundir dos cosas enteramente diversas: la necesidad de una mejora de la Judicatura, y el voto popular como único camino de legitimidad. La falacia se disfraza democrática, pero se rebela autoritaria, pues a Morena no le gusta que haya un control judicial sobre el ejercicio del poder político.
Lo que sucedió en la Cámara de Diputados y que viene mañana en el Senado, no es más que un puñado de ambicioso audaces, que van buscando una medra o revancha personal. No es entonces la aspiración de la Justicia la que entra en la lucha con la carrera judicial ni con la autonomía e independencia judicial. Los verdaderos infractores de los preceptos constitucionales son los que los conculcan bajo el amparo de asumirse como la voz de la mayoría, y que sirven como de vil instrumento del mesianismo electorero que hoy se asume como soberano, señor justicia y líder moral de un país al que ha engañado.
El país ha visto al presidente caminar desnudo durante casi un sexenio, mientras él cree que lo hace ataviado del mejor traje. La pregunta es, hasta cuándo lo admitiremos. Tal vez hasta que nadie tema ser discriminado, vejado o condenado, y para ello será necesario que exista siempre un juez imparcial e independiente.