Descubrí a Donald Sutherland (1935-2024) en uno de sus primeros protagónicos, cuando era una adolescente que iba al cine con mis padres cada domingo; cuando M*A*S*H (1970) se estrenó y empecé a entender el albur, muy al estilo de aquel cínico soldado, encarnado por Sutherland, en un campamento de guerra urgido de ver mujeres desnudas, que hoy habría sido linchado por Me Too, y que, entonces, veamos, cómo han cambiado los tiempos, nos hizo carcajear a mandíbula batiente, cuando se descorrió la improvisada cortina de la regadera y todos los compañeros reclutas tuvieron el espectáculo de una mujer desnuda, como era la mentalidad masculina en los años de la guerra en Vietnam y sigue siendo, si no, para qué se inventaron Playboy y el Table Dance.
De aquel rubio, ojiceleste, alto y flaco, de sonrisa burlona, su desfachatez me cautivó, chiquilla como era yo y siempre que pude, vi sus películas. Ayer mismo, constataba la gran injusticia que un gran actor vivió cuando nunca fue nominado al Oscar, sí fue premiado con el Globo de Oro, el cual, me parece premio más meritorio, o los BAFTA, o el Donostia, por mencionar algunos menos conocidos y sí, cuyo otorgamiento en mi opinión se hacen con criterios alejados de la comercialidad de un film y sus ganancias en dólares, es más inteligente y, es claro que las ganancias millonarias no son garantía de calidad.
Pese a su imagen y dicho sea al calce, hermosa voz, no fue encasillado en una personalidad como sí lo fueron algunos de sus contemporáneos. Su rostro era más un escenario en el que se le escondían las emociones como en Mi Pasado Me Condena (1971), dirigida por Alan Pakula, al lado de Jane Fonda, el símbolo sexual de toda una época, y en la que un detective y una prostituta se encuentran en la soledad de una habitación.
Podría decir que algo característico en él fue atreverse a hacer lo que, por prejuicios, otros actores de su tiempo no hacían. El tratamiento del tema de las nuevas formas del oficio de la prostitución como las call-girl era casi prohibido en los años de su gran éxito, y los desnudos eran prácticamente impensables y sin embargo, en un thriller como En La Mira Del Asesino (1981) basado en una novela de Ken Follet, escenas de cama y senos de mujer visibles son la primicia de que el cine y sus guiones comenzaban a cambiar. Sin temor a equivocarme, creo que protagonizó esas primeras imágenes que planteaba la revolución sexual de los años 70 y al mismo tiempo, Lucy, la amante adúltera del espía nazi, es un personaje que oscila entre el incipiente feminismo y un acendrado nacionalismo británico que defiende su vida y su espacio.
Aunque en Doce Del Patíbulo, (Aldrich,1967) junto a consagrados como Lee Marvin y Ernest Borgnine, en la gran Novecento, 1900 (1976) de Bernardo Bertolucci encarna a un despiadado fascista italiano, y repetiría como un sicópata nazi que debe informar al Führer del inminente desembarco en Normandía, también tuvo el tino de hacer papeles con otros matices al lado de Robert Redford, entonces recién estrenado y premiado como director en Gente Común, drama de una familia ante el duelo de una pérdida.
Originario de Canadá, estudió artes escénicas en Londres y su acento fonético dio a su oficio un brillo ineluctable. Apostura y presencia, un actor de largos silencios y mirada lejana, en estos tiempos en que la justicia se revuelve en sus propios alientos, es preciso hacerle un poco a este actor que quienes se acercan al buen cine que nos haga pensar y estar al filo del asiento o a la actuación deberían aproximarse a su legado.