Nace en la meseta de Langres en el Gran Este, cruza más de 700 kilómetros por tierras de Francia, –a diferencia de otros ríos europeos compartidos por varias naciones, como el Danubio, por ejemplo–, y desemboca fatigado de historias de reyes, cardenales, guillotinas, narradores, poetas, pintores y filósofos atacados de melancolía existencialista; cantantes y ruiseñores, para diluirse en el Havre, con las heladas corrientes del norte.
El Sena es un río absolutamente francés, como sus ondulantes meandros caprichosos, como su suave curso, pero su vida, su estilo y su espejo de plata son parisinos sin remedio.
Si París es una ciudad de revoluciones también es el abrazo doble de la isla desde donde Nuestra Señora, con su tejado nuevo después del incendio de hace unos años, bendice la llanura en cuyo centro una torre de acero custodia y observa la irrepetible nostalgia de los imperios muertos.
Y hoy en el filo del mediodía mexicano, el Sena, savia y corazón; columna horizontal de agua, alguna vez descrito por un trasnochado, como “el río más humano del mundo”, será centro planetario porque bajo sus puentes navegarán despaciosos y colmados de banderas y colores los lanchones y barquitos con los deportistas más destacados del mundo, quienes competirán, en las doradas tardes del verano, por una simple medalla y un beso de la felicidad como recompensa a sus esfuerzos.
Hoy no pasea Voltaire por París, ni escribe Pascal; Rodin no modela puertas infernales ni busca venganza Edmundo Dantés; tampoco canta en las calles Edith Piaf, ni irrumpen los fascistas en el estudio de Picasso para censurar “Guernica”; no.
Hoy se trata de la epopeya del músculo, de la fuerza, de la velocidad, de la exaltación de la altura, como reza el lema de los juegos deportivos cuya naturaleza consiste en creer posible (como habría dicho Marguerite Yourcenar), “un mundo impermeable a la desgracia”. Citius, Altius, fortius.
Los juegos son, en teoría, un espacio para trasladar los conflictos reales a las competencias sin trascendencia. Nada ha cambiado con la fractura de las marcas de atletas de veloz carrera o enorme potencia en el levantamiento de plomos sujetos con una barra. El mundo gira igual si alguien corre cien metros en 10 segundos o tira la marca –como huracán jamaiquino– hasta menos de los 9.63 segundos, tiempo suficiente apenas para el vuelo de una mariposa triste.
Pero quien lo hace adquiere un boleto para la inmortalidad de un almanaque, exactamente como la hermosa muchacha cuyos giros aéreos culminan con una leve salpicadura en la fosa del destino, tal si una libélula de alas cerradas cayera rendida en un lago.
Sin embargo, los juegos permiten una elaborada forma de la geopolítica. Las potencias le prohíben a un país o a otro su participación porque cierto gobierno ha invadido Afganistán o Ucrania. O por usar sustancias prohibidas o por racista.
A los deportistas –de países en pendencia– se les deja competir si explícitamente declaran una condición apátrida. Los convierten en saltarines o corredores; nadadores, triatletas o arqueros sin bandera, sin patria. Neutrales o neutros. Nadie lo determina.
Las inauguraciones de los juegos son a veces un retrato o al menos un esbozo de los países donde se efectúan.
Hoy Francia saca el desfile y exhibe un río porque no ha construido los mejores y más apabullantes estadios del mundo como hicieron los chinos, o porque no quiere, como los catalanes, recordar su pasado medieval con una flecha en llamas.
Prefirió darle el encargo a Thomas Jolly, un hombre del teatro, quien apostó por un acierto automático: sacar al desfile al agua, porque entre las cosas hermosas de París, la más hermosa es el Sena –contaminado y todo–, ese río de leyenda y vida, agua con pensamientos, reflexiones y recuerdos, cuya belleza, a veces, “corta la respiración”, sobre todo cuando lo baña la lluvia en una noche incrustada en la memoria.