Antecedentes
Desde el origen del pueblo colonial de Querétaro -cuya fundación ocurrió en 1531, según marca la tradición-, la población nativa y los vecinos españoles se surtieron de agua de los manantiales que había en el lugar conocido como La Cañada -donde estuvo el antiguo asentamiento mexica de Tlachco-, que corrían sobre el pequeño río que cruzaba de oriente a poniente al pueblo y cuyo caudal aumentó en 1613 cuando “reventó” el Pinal del Zamorano. Para ello, Fernando de Tapia, fundador del pueblo, abrió una acequia que introdujo el agua del río y permitió abastecer a los habitantes de la primitiva área urbana y las labores agrícolas de la periferia, que luego dieron paso a las haciendas.
La creciente del río aumentó con el agua procedente del Zamorano que se sumó a los manantiales de La Cañada, lo que permitió a la llamada acequia madre proporcionar abasto suficiente en la segunda mitad del siglo XVI y durante el siglo XVII, cuando el pueblo creció considerablemente debido a su estratégica ubicación sobre el cruce del Camino Real de Tierra Adentro que llevaba al norte de la Nueva España, al Bajío y al Occidente. Esto propició el desarrollo agrícola, ganadero y comercial de Querétaro, al tiempo que inició el auge de la industria textil con la instalación de numerosos obrajes y trapiches en el norte, oriente y centro de lo que ya era una próspera ciudad, cuyo título obtuvo en 1655 por parte del gobierno virreinal.
En 1654 había en la ciudad sólo tres obrajes y para 1716 el número se incrementó a diez, más 18 trapiches, además de otros 7 obrajes, 2 tenerías y 2 batanes ubicados en la periferia urbana: el barrio de San Sebastián y cerca de El Pueblito. En las instalaciones de la industria textil se hacían dos tipos de procesos, que requerían el uso de agua: el lavado de las lanas, como operación previa al cardado y el entintado de lanas o de los paños ya elaborados. Ello provocó que se contaminara notablemente la acequia con aguas sucias. De ahí que la aplicación de un nuevo método para introducir agua potable a la ciudad era urgente, dado que los sistemas alternos de cisternas para captar el agua de lluvia, los pozos artesianos y el servicio domiciliario de los aguadores que hacían el servicio de llevar agua del manantial de Patehé, eran insuficientes.
El agua de la acequia, infectada con alcaparrosa y tintes de los obrajes y las curtidurías, provocaba enfermedades constantes. La única posibilidad que había de obtener agua de calidad para consumo humano, era en el nacimiento de los manantiales de La Cañada; para ello, era preciso construir un sistema de conducción que trajera el agua de forma segura y evitar su contagio, hasta su distribución mediante la instalación de fuentes públicas donde los vecinos pudieran satisfacer sus necesidades. Tal problemática puso en riesgo la salud de la población, por lo que el 5 de septiembre de 1718 el Ayuntamiento de la ciudad de Querétaro acordó que los dueños de los obrajes contribuyeran con 500 pesos para proceder a la realización de tan necesaria obra, cuyo costo se prorratearía entre los vecinos, conventos y comunidades religiosas, excepto los de San Francisco y Capuchinas.
Acciones previas al proyecto de conducción de agua limpia
El rápido desarrollo que tuvieron las instalaciones textiles en las dos primeras décadas del siglo XVIII, provocaron una situación que parecía no controlable respecto a la contaminación y utilización del agua, lo cual hizo inviable las medidas que se propusieron desde que se formuló en 1654 el repartimiento de aguas de los manantiales de La Cañada y Patehé hecho por el oidor Gaspar Fernández de Castro, pues se había convertido en un serio problema de salud pública. Las propuestas de solución se discutieron entre 1711 y 1716 en varias sesiones del Cabildo de la ciudad, hasta que empezó a tomar forma en 1718; sin embargo, en los años siguientes se siguió estudiando el asunto, sobre todo respecto al financiamiento del proyecto, hasta que pudo concretarse en 1724.
Bajo esta situación, se planteó la necesidad de utilizar las aguas de la acequia madre sólo para el abasto industrial, la limpieza doméstica y el riego agrícola, y construir un nuevo sistema para dotar de agua potable a la ciudad, destinado exclusivamente para el consumo de los habitantes. Así fue como nació el proyecto para construir el Acueducto que prevalece hasta nuestros días, cuya concepción y realización se debió a don Juan Antonio de Urrutia y Arana, Caballero de la Orden de Alcántara y III marqués de la Villa del Villar del Águila, regidor del Ayuntamiento de la ciudad de México y propietario de numerosas haciendas en varias regiones de la Nueva España. En 1722, el virrey Baltazar de Zúñiga, marqués de Valero, dictó un despacho por el que tomó conocimiento de las acciones emprendidas por el ayuntamiento de la ciudad y ordenó seguir las diligencias relativas al proyecto.
El virrey Zúñiga expidió una cédula para que se hicieran las diligencias con miras a realizar la nueva conducción de agua, entre las cuales pidió realizar una “vista de ojos” o reconocimiento del lugar que resultara adecuado para proceder a realizar la obra, con mayor comodidad y menor costo, para lo cual debían contribuir los obrajeros. Para ello, el Cabildo efectuó una junta el 30 de octubre de 1721, donde delegó su voto en el corregidor Ventura Francisco Jaque y el alférez real José de Urtiaga y Salazar, para que ejecutaran el mandamiento y acudieran a la “vista de ojos” para elegir el lugar donde debía iniciar la conducción, acompañados de los medidores de agua. Así lo hicieron el 5 de noviembre de ese año en el pueblo de San Pedro de la Cañada, que fue el sitio elegido.
Los “ojos de agua del Capulín”, llamados así por estar en un sitio donde había un árbol de ese nombre, fueron considerados como los mejores; tenían la ventaja de que vertían sus aguas directamente al río y podían utilizarse para traer agua potable a la ciudad, a diferencia de otros manantiales que utilizaban los indios para regar sus tierras. La siguiente tarea consistió en que los peritos graduaran el peso del agua y midiesen su longitud, para determinar si había cantidad suficiente para llevarla a las pilas públicas que se pretendía ubicar en la plaza Real -también llamada plaza de Arriba, hoy plaza de Armas- y el convento de San Francisco. Para la parte técnica, se pidió la colaboración del arquitecto Diego de Andizábal y Zarate, conocedor y apreciador de obras.
Tras la visita, el costo de la obra se estimó en 20 000 pesos y se remitió el informe al abogado fiscal, aunque no se determinó el caudal. El proyecto expuesto por los medidores se calculó sobre un trayecto no muy diferente al que se ejecutó años después. Originalmente se proyectó salvar con los arcos una distancia menor, 1 207 varas frente a las 1 640 que se concretaron con la obra que realizó Urrutia y Arana. Para la obra de conducción, se pensó como punto de entrada por la calle de la Verónica -actual 5 de Mayo-, que dejaba fuera del beneficio del agua la parte alta de la ciudad, incluido el convento de la Santa Cruz. La Real Audiencia de México y el virrey dictaron diversas disposiciones en 1721 y 1722, hasta que el nuevo virrey Juan de Acuña, marqués de Casafuerte, emitió el Decreto del 11 de marzo de 1723 que sentó las bases sobre las cuales se llevaría a cabo la obra.
Juan de Acuña nombró comisionado al marqués Juan Antonio de Urrutia
En medio de la protesta de los obrajeros y, a fin de evitar que se estancara el asunto, el virrey Acuña, tras nueva consulta con el fiscal y tomando en cuenta que era necesaria “la prontitud del negocio por su gravedad y naturaleza”, el 3 de agosto de 1724 nombró un comisionado para que hiciera la obra y consiga “el fin deseado del alivio de la ciudad de Querétaro”. La designación recayó en Juan Antonio de Urrutia y Arana, Caballero de la Orden de Alcántara y III marqués de la Villa del Villar del Águila, con poder y facultades amplias para continuar las diligencias que permitieran concretar el proyecto, cuyo costo se amplió a 25 000 pesos. En tanto, el Cabildo estableció el compromiso de que el comisionado entregara lo recaudado a los capitulares y que éstos se obligarán a dar por terminada la obra en el término que parezca competente y, en caso de faltar alguna cantidad, la pondrán de su caudal.
Juan Antonio de Urrutia y Arana, tercer marqués del Villar del Águila, había llegado a nuestra ciudad tres años antes, cuando acompañó junto con su esposa María Paula Guerrero Dávila y Fernández del Corral a las seis monjas Capuchinas procedentes del convento de San Felipe de Jesús de la ciudad de México que vinieron a fundar el convento de Querétaro, el cual se terminó de edificar a mediados de 1721. Entre las religiosas fundadoras venía sor Marcela de Estrada y Escobedo (en el siglo Francisca de Moctezuma y Guerrero), tía de la marquesa, quien fue la primera abadesa del convento de Querétaro; ahí murió en olor de santidad el 31 de marzo de 1728 y cuyas virtudes publicó Mariano Beristáin de Souza en la Gaceta de México.
También venía otra pariente, sor Micaela (en el siglo Juana Manuela de Lara), a quien apadrinaron los marqueses, como asegura el propio marqués en sus Apuntes secretos. Dice que fue considerable el gasto que hicieron en la hacienda de La Goleta al recibir a las monjas y la comitiva que las escoltaba, pues el grupo fue superior a doscientas personas. La comitiva siguió su viaje a la ciudad de Querétaro, a donde llegó el 7 de agosto de 1721 y las monjas capuchinas entraron a su nuevo convento el mismo día, en una ceremonia que fue atestiguada por las autoridades civiles y religiosas, la cual se desarrolló en medio de la expectación de los miembros de la nobleza y el vecindario.
Como indican diferentes crónicas de la época, la presencia del marqués del Villar del Águila en la ciudad de Querétaro se vincula con la fundación de las religiosas capuchinas, por lo que decidió establecerse aquí temporalmente. Al inicio de 1722, compró dos casas ubicadas cerca del lugar donde se fundó dicho convento; a ellas se agregó una tercera, a espaldas de la primera, a la que en su testamento dictado en 1742 se refería como la “casa grande”, situada a un costado de Capuchinas -sobre la calle que bajaba del convento de San Antonio rumbo al camino real a Celaya-, la cual adaptó como su vivienda permanente y dedicó la segunda para baños o placeres, cuya existencia, por lo menos, se mantuvo hasta mediados del siglo XIX.
Por decreto del 16 de diciembre de 1724, se nombró por “acompañado” de Urrutia y Arana a Santiago de Villanueva y Oribay, dueño de la hacienda de Juriquilla. No se indica cuál era su función como “acompañado”, aunque luego se indicó su papel como depositario. Al año siguiente, los integrantes del Cabildo, en sesiones celebradas el 14 y 17 de septiembre, firmaron dos acuerdos bajo el término de “obligación”; mediante ellos, se comprometieron a entregar los 25 000 pesos y ejecutar la obra desde el inicio de la conducción del agua del ojo del Capulín hasta terminarla en la ciudad con los arcos y tarjea de cal y canto o alcantarillas, “[…] en el dicho paraje de la estampa de la Verónica, que es en donde se ha de hacer la caja de la dicha agua […]”
Tres días después, el alférez real José de Urtiaga, a nombre de Juan Antonio de Urrutia, formalizó otra obligación mediante la cual éste, en virtud de palabra dada, se comprometió a costear de su caudal los posibles gastos que excedieran de la obra, por encima de los señalados 25 000 pesos. En caso de que, por algún factor no se cumpliera el ofrecimiento hecho por el marqués, recaería en Urtiaga y Salazar la obligación de costear el posible exceso sobre la cantidad inicial. Ello muestra la reticencia del Cabildo a reconocer cualquier modificación al proyecto que implicara elevar el costo de la obra y que, por lo mismo, representara cualquier aportación adicional de los capitulares.
Para marzo de 1726, Juan Antonio de Urrutia y Santiago de Villanueva habían obtenido de los obrajeros 5 000 pesos para iniciar la obra. Además, se procedió a reunir los 25 000 pesos de los obrajeros, hasta que se realizara el proceso de prorrateo; para su aprobación, se giraron varios informes al virrey. De la amplia documentación enviada al gobierno virreinal, en el ámbito local no quedó otro testimonio más que la escritura de los capitulares sobre el compromiso y obligación de costear de su bolsillo el costo que excediera los 25 000 y la obligación posterior asumida por el alférez Urtiaga, a nombre del marqués. Del registro, vista de ojos, repartimiento de las aguas y regulación de las cantidades para conventos y comunidades, así como las que irían para las dos fuentes públicas que inicialmente se proyectaron, no quedó huella debido a que los documentos se perdieron o, bien, fueron sustraídos. El 14 de octubre de 1856, las tropas del general Tomás Mejía tomaron el Palacio Municipal e incendiaron gran parte del Archivo del Ayuntamiento.
La realización de la obra de conducción del agua
Queda claro que el interés de Juan Antonio de Urrutia y Arana de avocarse a resolver el tema de dotación de agua limpia para la ciudad, surgió a raíz de que llegó a Querétaro junto con su esposa para acompañar a las religiosas capuchinas y tras conocer la manera como afectaba a ese convento el antiguo sistema de conducción del agua. El propio marqués del Villar del Águila así lo expuso en sus Apuntes secretos que, sobre diversas cláusulas de su testamento, hizo el 19 de noviembre de 1742. Dichas notas corresponden a las gestiones que realizaron ante el gobierno virreinal el corregidor y el Cabildo entre 1721 y 1723 para realizar la nueva obra de conducción del agua a la ciudad desde los manantiales de La Cañada, con la cooperación de los obrajeros, por ser los principales causantes de la contaminación de la acequia madre.
Ello coincide con el año en que Urrutia y Arana llegó a nuestra ciudad con su esposa y, por eso, accedió a apoyar con 1 000 pesos. Dice que luego se avisó “siniestramente” al virrey y todo se dirigió en contra del marqués al malinterpretarse su papel, por lo que se vio obligado a dar la cara y defender al virrey; esta situación le incomodó tanto que, si bien inició con un fin de caridad, lo llevó a renunciar a la comisión que en 1724 le dio el virrey. Pero éste no se la admitió y, luego de que el marqués habló con su esposa, decidió seguir adelante con el proyecto.
Entre 1724 y 1726, en que inició la obra, siguieron varios pasos más. El marqués solicitó al virrey una aclaración sobre el compromiso que se aplicaba a los obrajeros, con el fin de adelantar las cantidades previstas para realizar la conducción. Además, el marqués realizó un convenio con el ayuntamiento de la ciudad, fijando los compromisos y formas de contribución para el desarrollo de los trabajos. Lo que no consta en los Apuntes secretos ni en posteriores informes, son las implicaciones que siguieron respecto a la variación del costo del primer proyecto, que se había calculado entre 20 000 y 25 000 pesos.
La modificación mayor sobre el proyecto inicial tenía que ver con la arquería final de la conducción. Los medidores que lo elaboraron, calcularon una trayectoria de 1 207 varas (1 011 metros), que sería cubierta con 108 arcos elevados a una altura máxima de 10 varas (8. 30 metros). La nueva trayectoria que definió el marqués para hacer llegar los arcos a la parte más alta de la ciudad en la loma del Sangremal, supuso disminuir el trayecto de la arquería pero elevaba la conducción y los pilares que la sostenían, hasta cerca de 30-40 varas. Esto incidió en el costo total de la obra. Se ignora si el ayuntamiento aceptó la modificación, cuya concreción se puso en práctica hacia 1730.
Con respecto a la localización de la fuente de abastecimiento del agua, el jesuita Navarrete, al narrar las fiestas que realizó la ciudad de Querétaro para agradecer el beneficio perenne del agua narra que una vez concluidas las circunstancias y condiciones que precedieron a la decisión del marqués para emprender tan noble empresa, recorrió los alrededores para ver qué agua sería la mejor, la más limpia y permanente para conducirla a la ciudad. Al sur, a dos leguas de distancia, registró el agua del río El Batán, pero halló insuperables dificultades para conducirla con la limpieza y claridad deseadas, por lo que abandonó este primer empeño. De ahí pasó a reconocer por el rumbo del norte cada uno de los ojos de agua y manantiales que tributan al caudal del río que viene de La Cañada,
En ese tiempo, el Ojo del Capulín tenía poco más de un surco de agua; para cuando Navarrete (1739) escribió su Relación Peregrina, aumentó ocho surcos el gasto. Hizo un breve relato de las etapas que abarcó la ejecución de la obra, entre 1726 y 1738. Los oficiales y peones iniciaron el 15 de enero de 1726 los trabajos en el ojo del Capulín, donde “cavaron una fosa de 6 a 7 varas de profundidad […] habiendo descubierto en el fondo y en el costado de un cerro que está inmediato, dieciocho ojos de agua, que aunque limitados, animaron para proseguir lo que se había empezado”. A dicha fosa se dio el nombre de alberca, en cuyo frente principal que mira al norte se dejó un bien labrado nicho donde se colocó una pulida estatua de San Antonio, que fungió como patrón de ella. Luego de fabricar la alberca, se prosiguió con la atarjea.
Bien pudo evitarse el abastecimiento de agua a la loma del Sangremal, que es el punto más alto de la ciudad y llevarla al centro de ella con facilidad, pero se hubiera dejado sin agua limpia al convento de la Santa Cruz; además, le pertenecía una dotación “para mantenimiento, ministerio del culto divino y huerta” debido a que un bienhechor aportó 3 000 pesos como ayuda para el costo de la conducción, como consta en el Testimonio que el 27 de noviembre de 1737 se extendió a solicitud del síndico del Colegio crucífero, José de Urtiaga y por mandato del marqués del Villar del Águila. En dicho testimonio consta que en el convento existía una noria para elevar las aguas de la acequia principal y se le asignaron dos reales de agua, a condición de que no fueran de la noria con que subía el agua inmunda que saca de la acequia.
Fue entonces que Juan Antonio de Urrutia y Arana enfrentó tres grandes problemas: “lo dilatado del valle, su suelo poco firme y su gran profundidad”. Porque existía también la posibilidad de llevar a cabo la obra de conducción del agua en forma subterránea, mediante grandes alcantarillas para no perder la nivelación; pero ante el riesgo de que se contaminara el agua con el barro de la lodosa ciénaga que se hallaba en el fondo del valle, determinó que el agua no corriera por la tierra el acueducto fuera elevado, lo cual dio como resultado una arquería impresionante:
Las dimensiones que refiere Navarrete en cuanto a los cimientos son: 5 varas de lado y 20 de bojeo por 14 de profundidad. A la vez, para hacer los arcos “fue preciso transportar selvas enteras de planchas, maderas y vigas al valle, para formar las cimbras necesarias a la fábrica de tan pesada y elevada máquina”. Esta fase de la obra ocurrió hacia 1731, cuando el marqués del Villar del Águila pidió al alcalde mayor de la ciudad se le diera preferencia y acordara una “composición” con las personas dedicadas a acarrear la piedra. Esto significaba el deber de los acarreadores, que trabajaban en su mayoría con hatos de burros, de ocuparse en el acarreo de la piedra por encima de otros compromisos de construcción con particulares.
Aquí cabe señalar que los indios del pueblo de San Pedro de la Cañada fueron los que trabajaron en la construcción del acueducto. Según el alguacil mayor de ese pueblo, los indios fueron forzados a trabajar desde que comenzó, aunque con paga; que eran azotados con el pretexto de pereza y embriaguez, y había muchos muertos y lastimados por “no saber la arquitectura, pues por no saber romper una piedra de cantera han venido dichas muertes y lastimados, de que al común ha resultado tenerle temor a dicha obra”. Tan pesada se les hacía la carga, que preferían trabajar en los obrajes “porque no hay el peligro tan notorio que en dicha obra”. Asimismo, el justicia cuestionaba que en las reales cédulas se mandaba que los indios trabajaran libremente y no apurados y castigados como ellos temían que lo serían, pero con más rigor porque se habían quejado con el virrey.
Al pedirle informes, el marqués del Villar del Águila dijo al virrey que los indios de La Cañada eran más listos para trabajar en la construcción de la cañería que los de pueblos vecinos. Se opuso a que se les eximiera de laborar porque la obra sufriría graves atrasos, y habría mayor peligro para los indios de otras partes al necesitar tiempo y experiencia para adiestrarse en la arquitectura. Recomendó un trato más suave y moderado por el administrador y sobrestante de la obra; dejó el castigo por faltas al alcalde de su pueblo, y que el justicia mayor de Querétaro vigilara el buen trato a los indios. El virrey decidió que los de La Cañada siguieran trabajando en la cañería, rotándose, y tuvieran tiempo para descansar, cuidar sus labores y asistir a sus familias. Ordenó adoptar las propuestas del marqués y al corregidor evitar “en cuanto fuera posible”, los peligros en la obra. Luego venía el aviso de pena de 250 pesos a quien no cumpliera ni guardara lo mandado.
Navarrete relata que la terminación de los arcos era por una pared que subía la cuesta de la loma, que alcanzaba la parte alta de la ciudad. Desde ahí, “como cansada el agua de tanto subir, empieza con inclinación mansamente a bajar […] hasta encerrarse en la caja, que con tanto primor está fabricada en la plazuela de la Santa Cruz”. Esta sección de la obra de conducción, con la arquería terminada y la colocación del agua en la caja principal situada en la plazuela de la Santa Cruz, culminó el 22 de octubre de 1735, casi diez años después de iniciados los trabajos con la edificación de la alberca. En esta caja se colocó una imagen de la virgen del Pilar, como patrona del agua; allí se empezó a distribuir el agua limpia. De la pila se surtía al barrio cercano al Colegio de la Santa Cruz. Se dieron a esta pila 36 pajas de agua, equivalentes a un volumen cercano a los 17 metros cúbicos por día.
Faltaba todavía al marqués del Villar del Águila desarrollar la red de distribución, por medio de la conducción subterránea para hacer llegar el agua a las fuentes y pilas públicas de la ciudad, junto con las alcantarillas a través de las cuales se entregaría el líquido a los conventos e instituciones religiosas, así como a las casas particulares. Estos trabajos requirieron otros tres años y, de acuerdo con la expresión barroca de Navarrete, fue hasta el 17 de octubre de 1738 cuando “batió o abatió las alas así el agua, como la atarjea, y finalizó su vuelo, arrojando sus cristalinas plumas en las pilas de la ciudad […]”
Luego de la caja principal de la Santa Cruz, corría el agua por una alcantarilla, de donde era repartida a las diferentes fuentes (pilas públicas), que eran diez; la principal se ubicaba en la plaza Mayor, donde estaban las Casas Reales.
La segunda pila, de acuerdo con el proyecto inicial, era la de la plaza de Abajo o de San Francisco; en el centro de la pila se apreciaba un pilar, sobre el que “descansa una ochavada, y vaciada taza de metal; del centro de esta taza se levanta una hermosa, y abultada estatua, tambien de metal, representando al dios Neptuno con su Tridente en la mano […]” La tercera pila estaba en la plazuela del Real Convento de Santa Clara. Navarrete no describe las restantes siete pilas públicas, ni señala su ubicación; sólo dice que todos los conventos, las Casas Reales y la cárcel tenían pila y que, incluyendo las de las casas particulares, sumaban sesenta hasta el momento de la impresión de su libro. Aclara también que otras estaban en construcción. Era tanta el agua de los manantiales que la sobrante se derramaba al río de La Cañada, en la alberca, para su aprovechamiento en las labores agrícolas.
Otro de los escasos documentos que se conservan de tal periodo indica que el marqués sacó a pregón el concurso de obra para elaborar la cañería de barro para la conducción subterránea del agua entre las pilas; al parecer, de manera similar se concursó también el trabajo de cantería para las pilas. En cuanto a la cañería, la adjudicación se hizo al maestro alfarero Antonio Alonso de Herrera; en el contrato que firmó con el marqués, se obligó a fabricar 1 800 caños grandes, 2 210 medianos y 1 800 pequeños; todo ellos con un largo de tres cuartas (unos 0.61 centímetros), que unidos implicaban un recorrido de 3. 5 kilómetros. La construcción de esta cañería implicó un costo de 1 357 pesos, de los cuales el alfarero recibió 200 pesos al firmar el compromiso y se obligó a entregar 400 tramos para finales de enero de 1737 y los demás a medida que se fueran requiriendo.
Las diez pilas públicas con su cañería quedaron totalmente en operación el viernes 17 de octubre de 1738, cuando “amanecieron en corriente las pilas todas de la ciudad”. A partir de este día iniciaron las fiestas. El mismo 17 de octubre tuvo lugar la bendición de la pila principal en la plaza Mayor, sede de las Casas Reales. Los festejos populares, que se prolongaron hasta el 1 de noviembre en medio del júbilo popular, incluyeron presentación y desfile de carros alegóricos elaborados vistosamente por diversos gremios de la ciudad, obras teatrales, corridas de toros frente a la plaza de San Francisco, fuegos artificiales y otras diversiones.
Al final, el costo total de la nueva obra de introducción de agua potable de La Cañada a Querétaro ascendió a 124 791 pesos -como Navarrete lo anota -, distribuidos de la forma siguiente: los vecinos de la ciudad aportaron 24 504 pesos, un bienhechor del Colegio de la Santa Cruz participó con 3 000 pesos, la condonación que se aplicó a la obra sumó 2 300 pesos, los propios de la ciudad y las utilidades por concepto de venta de agua sumaron 12 000 pesos y la contribución que hizo el marqués del Villar del Águila fue de 82 987 pesos, como lo consigna el propio Juan Antonio de Urrutia y Arana en sus Apuntes secretos.
El proceso de introducción del agua a las casas se comprueba mediante las anotaciones de solicitudes aprobadas por el Cabildo entre 1754 y 1757, y por el contenido de un pleito que se entabló sobre la disposición de las llaves de las alcantarillas desde las que se distribuía el agua. El primer documento remite a las gestiones que los vecinos debían hacer para obtener la concesión y derecho de introducir el agua a sus casas: la solicitud se giraba al Cabildo, quien la transfería al procurador para constatar que la concesión no ocasionara daños o perjuicios. En general, la cesión del derecho suponía el pago de 100 pesos para dos pajas de agua o la mitad, 50 pesos, si se tomaba del remanente de otra toma. En algunos casos, se obviaba este pago por “servicios” que había cumplido el solicitante en puestos públicos. También aparece como medio para obtener esta gracia la disposición para construir una nueva pila o fuente pública que diera servicio a grupos de vecinos alejados del acceso al agua.
El segundo documento expone algunas de las dificultades que surgieron por el control indebido que ejercían algunas personas, al disponer de la llave de la alcantarilla desde la cual se hacía el reparto del agua limpia a las casas, así como los efectos que resultaban de desechar los remanentes fuera de los conductos permitidos. La justificación que daban las personas que tenían en su poder esas llaves, era que se tapaban las tomas domiciliarias y el encargado de limpiarlas no podía atender las demandas para mantener la buena operación de todo el sistema. Ambos escritos revelan también la presencia de los llamados “jueces de aguas”, quienes eran miembros del Cabildo cuya misión, al parecer, se concretaba a ser receptores de quejas y/o realizar inspecciones del sistema de conducción (Urquiola, t. IV, 1999: 249-250).
Esta magnífica obra hidráulica del siglo XVIII -significada en el colosal Acueducto-, debida en gran parte al desprendimiento de su benefactor Juan Antonio de Urrutia y Arana y su esposa María Paula Guerrero Dávila, que hizo posible traer a la ciudad de Querétaro el agua limpia de los manantiales de La Cañada, funcionó hasta el segundo cuarto del siglo XX. El sistema no sólo permitió dar de beber al vecindario sino que, incluso, los excedentes hicieron posible regar las huertas y jardines de las casas, así como las viñas y las labores agrícolas de las haciendas del valle de Querétaro.