COLUMNA INVITADA
Campañas, debates y Estado de Derecho
¡Y sigue la mata dando! Continúan las campañas, los debates se suceden y, aunque se han podido por fin atisbar algunos bosquejos de oferta política -y de políticas- no deja de estar presente la promesa central de “cumplir la ley”, de respetarla y aplicarla siempre.
Eso estaría muy bien, pero uno se pregunta ¿no es esa, acaso una promesa innecesaria? ¿puede alguien, gobernante o gobernado, dejar de cumplir la ley?
Suena como la que pudiera hacer quien se acercara a vendernos nuestra propia casa, como al patrón que promete pagar el salario devengado o al trabajador que ofrece, como cosa extraordinaria, efectuar el trabajo para el que fue contratado.
Ya no es fácil saber a estas alturas si es pura y simple confusión, si la intención es buena -de ello se duda mucho entre la gente, y hasta los niños lo cuestionan-, si falta un conocimiento elemental de los deberes públicos, pero lo cierto es que, por si hiciera falta y no fuera una deducción lógica y un deber ético natural, la misma Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos -como las de cada estado federado- no solo lo impone expresamente, sino que además exige protestar cumplir y hacer cumplir esos dispositivos y las leyes que de ellos emanen.
La propia voz “estado de derecho” -para mi gusto redundante, si no es que tautológica, porque sin derecho no podría haber estado propiamente dicho, sino un fenómeno de dominación ilegítima- implica la sujeción inexcusable al orden jurídico por parte de quien gobierna, lo que no significa otra cosa -como suele decirse por los anglosajones, con gran simplicidad y contundencia, al enunciar el principio de “rule of law”- que quien gobierna es la ley, y no los seres humanos que detentan el poder, cualquiera que sea su naturaleza.
La adaptabilidad de a las condiciones adversas es proverbial, y por eso pareciera que las promesas que hoy se oyen fueran un propósito natural de la evolución comunitaria, cuando que la relación es precisamente la inversa: no fue sino hasta que se establecieron las reglas de convivencia que surgió la civilización, mucho antes de que apareciera la historia con la creación de la escritura.
Cumplir la ley y velar por que se cumpla es, pues, un ineludible deber de toda autoridad, y solo su olvido, negligente las más veces, explica que la gran propuesta en que todos los candidatos y sus partidos coincida en ofrecer hacer aquello que, antes que nada y como presupuesto inexcusable del ejercicio público, les corresponde.
Cuando eso no ocurre, los valores se distorsionan y degradan, provocando el desinterés en las cosas que atañen a la polis misma, se enseñorea el desgano y poco a poco la creciente crispación social se hace presente, hasta volverse tan tirante que la indignación explota y se pierde el rumbo, se corrompen los vínculos y los motivos compartidos, dando vía libre a eso que ha dado en llamarse “estado fallido”, porque el sistema sociopolítico se vuelve incapaz de cumplir con su cometido esencial: Garantizar, en equidad y armonía, el ejercicio de las libertades y derechos fundamentales de todos.
La voracidad, la codicia, el egoísmo, la soberbia, el desinterés y la laxitud son vicios que corroen la función del estado. No hay que dejarlos llegar, pero si se hacen presentes, habrá que desterrarlos y para eso ya existen recetas: primero, la dignidad, que empieza con el respeto de cada quien por sí mismo, para seguir con el que se debe a los demás; en segundo lugar, no basta con ofrecer la aplicación de la ley, sino cumplirla, acatando el sentido y los límites que impone a las conductas, públicas y privadas, sin excepciones inadmisibles.
Ese es el camino que solo puede recorrerse investido de honorabilidad, buena fe y energía.
No hay más. Solo en la decencia generalizada se encontrarán los remedios; los buenos hábitos bien pueden desplazar a los perniciosos.