Independientemente de algunos triunfos parciales, los mexicanos parecemos destinados al fracaso como definición nacional. Si como dijo Alfonso Reyes, como el resto de Latinoamérica llegamos tarde al banquete de la civilización y hasta ahora nadie nos ha confirmado si nos sentamos a la mesa o quedamos en la banqueta.
Dice el gran Reyes:
“…Nuestro drama tiene un escenario, un coro y un personaje. Por escenario no quiero ahora entender un espacio, sino más bien un tiempo, un tiempo en el sentido casi musical de la palabra: un compás, un ritmo.
“Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia.
“Pero falta todavía saber si el ritmo europeo —que procuramos alcanzar a grandes zancadas, no pudiendo emparejarlo a su paso medio—, es el único “tempo” histórico posible, y nadie ha demostrado todavía que una cierta aceleración del proceso sea contra natura. Tal es el secreto de nuestra historia, de nuestra política, de nuestra vida, presididas por una consigna de improvisación…”
Quizá por esa improvisación o por los saltos con los cuales nos queremos emparejar con culturas creadoras (desde el aprendiaje impuesto y a veces mal logrado), asumimos criterios en el borde la caricatura, como aquellos africanos sin calzado pero con polainas,bombín y paraguas.
No podríamos, so pena de ser llamados racistas, clasistas y todo el caatálogo de la demagogia contemporánea atriburle nuestra condición de crónica incompetencia al pobre resultado de la aleación entre nuestros componentes iniciales (los pueblos originarios y la mezcolanza étnica de los conquistadores) porque caeríamos en la fea definición de Don Ramón López Velarde quien curado de la embriaguez nacionalista de la Suave Patria, ante el empuje religioso del protestantismo sajón, decía en 1921:
“Asesorados por nuestros luteranos, miro a los yanquis que vienen a evangelizar al harapo que algunos llaman raza indígena y a los ribetes de población que separan a la gleba de la clase media…”
La gleba, palabra sonante cuya pronunciación descubre el clasismo y el racismo. Si RLV hubiera escrito en este año, lo habrían crucificado los cuatroteístas y algunos más.
Pero más allá de las elucubraciones de doctos hombres de letras, los mexicanos somos hijos del error.
La falla y las malas decisiones nos acompañan y la justificación es insuperable: la suerte nunca nos tiende la mano, la fortuna nos es adversa, el mundo nos niega su reconocimiento y nada en la realidad se ajusta a nuestras miradas en el espejo, nadie nos cree cuando proclamamos la superioridad de nuestro sistema de salud por encima de Escandinavia, ni se postran el rito de admiración para alabar la obra gigantesca del Tren Maya o la superlativa hazaña ecológica mundial del programa de los sembradores de la vida o los jóvenes en la inacabable construcción del futuro.
Es la envidia, la fea actitud de no reconocer la condición única y prodigiosa de nuestra patria. Como México no hay dos, seguimos gritando mientras el carro del progreso avanza por otra ruta y del banquete civilizatorio ya no quedan ni las más tristes migajas.
No sólo hemos llegado tarde a los frutos del progreso; nos ufanamos de hacerlo. Por eso mientras destrozamos bosques y selvas proclamamos la superioridad de la milpa bienhechora. Sin país no hay maíz y viceversa; adelante con el trapiche, mis valientes, vivan las estufas de leña, ¡leñe!, como decía el gran Garibay.
Si bien las contiendas deportivas nos ofrecen una comparación instantánea de nuestra desnutrida condición de atletas sin futuro, disciplina o método, en las demás áreas de la vida la voz de la mexicanidad siempre tiene otros datos.