Si algo ha acompañado al proceso político mexicano de los últimos años ha sido la ilusión. Ilusión –de ida y vuelta, recorriendo todo el espectro político– por el cambio. Las fuerzas silenciosas de la sociedad mexicana que han dado su respaldo a Morena, lo mismo que los sectores de oposición, han insistido en abrazar proyectos que ponen la esperanza en el centro de su discurso.
Ante la ausencia de un Poder Ejecutivo con vocación democrática, la esperanza de unos ha sido la pesadilla de los de enfrente. Hoy, los resultados electorales del 2 de junio, con todo y sus sorpresas o precisamente debido a ellas, confirman que las ilusiones siguen más vivas que nunca. El obradorismo no sólo mantiene vivas sus expectativas originales, sino que parece redoblar sus apuestas, en tanto que la oposición genera la ilusión de una “resistencia” que no sabe bien a bien cómo articular.
Pero desgraciadamente “las cosas son como son”. Esta era, cuenta uno de sus discípulos, la frase de cabecera de Isaiah Berlin, quien pugnaba siempre por un análisis objetivo y realista. Nada de ilusiones o vanas esperanzas. Y esto vale también para los ganadores y perdedores de la pasada jornada electoral.
Por supuesto, en este momento los más reacios a admitirlo son los vencedores. Algunos de ellos se han instalado en una atalaya que suponen inexpugnable y creen, torpemente, que todo les será dado sin ninguna dificultad gracias a la confianza de la mayoría de los mexicanos que votaron por ellos. En realidad, lo úico que acaban de ganar es la oportunidad extraordinaria de cumplir lo prometido hace seis años por López Obrador, pero bien visto eso los coloca también ante la posibilidad de un fracaso estrepitoso en caso de que vuelvan a incumplir.
Veamos. López Obrador se va a retirar a su rancho (“La Chingada”) entre vítores y aclamaciones de millones que ya lo consideran por mucho el mejor presidente del México contemporáneo (por encima incluso de Cárdenas, porque los comparativos históricos de la gente hacen tabla rasa del pasado). Lo hecho, hecho está y él deja la Presidencia con una clara percepción de triunfo en el ambiente. Todo fue de maravilla. Tan es así, que la candidata elegida por él ha obtenido 5 millones de votos más. Amor con amor se paga…
Pero en medio de las fanfarreas de despedida el nubarrón de la crisis transexenal asoma en el horizonte. La fiesta y la aplastante victoria ahora sólo tienen por delante cuentas por pagar; y así como es total su triunfo también lo será su responsabilidad sobre lo que suceda en los próximos meses y años. Los que saben dentro del equipo de Sheinbaum cómo están las cosas realmente entienden que la gente ha votado con la convicción de que todo está bien o, por lo menos, lo mejor que pueden estar; pero ellos conocen perfectamente que hay muchas cosas prendidas con alfileres.
La racionalidad democrática prescribe diálogo, entendimiento y acuerdos inmediatos con los vencidos, no sólo para terminar con la insoportable división entre los mexicanos sino para superar los inminentes problemas que siguen ahí y muchos otros que se avecinan en el frente interno y externo. Esta es la esperanza (¿ilusión?) de buena parte de los opositores y, acaso, el mandato –bien leído– de millones de electores que no siempre se dijeron partidarios de Morena, pero que al final confían en que la fuerza y legitimidad de Claudia Sheinbaum servirán para construir un México mejor.
Ahora bien, la irracionalidad autoritaria ambiciona concluir el desmantelamiento definitivo de los contrapesos y del Poder Judicial tal y como lo conocemos o la aniquilación de los partidos opositores (y en alguna medida de los propios aliados de Morena) dejándolos sin diputados plurinominales en las próximas elecciones, entre otras propuestas contenidas en el “Plan C” de López Obrador que, efectivamente, Sheinbaum avaló desde un principio.
¿Qué terminará por imponerse en caso de que realmente el poder venidero examine estas dos opciones? Con una oposición aplastada, un Congreso dominado por sus seguidores y con la legitimidad que paradójicamente le otorgan las instituciones que López Obrador desea destruir, Sheinbaum puede ceder a la tentación de comenzar el “segundo piso” de la Cuarta Transformación concretando el Plan C y abriendo, tal vez, una crisis que marcará el inicio de su mandato y quién sabe si no todo su sexenio. Los mercados se lo han advertido claramente, pero si no fueran estos el referente que debe considerar bastaría con que le echara un vistazo al muy comprometido presupuesto que ejercerá el primer año de su gobierno y a los maquillados o descarnados indicadores que tiene por delante en casi todos los rubros.
El discurso de Sheinbaum en estos días (hablando de responsabilidad, gobernar para todos, etc.) parece sensato y resulta plausible hasta para quienes no le votamos, pero conociendo los antecedentes de Morena y el tipo de formación que representa preferiremos seguramente atenernos a los hechos. Sin embargo, la ganadora de las elecciones presidenciales puede seguir ganando, es decir, sumando buenas voluntades y generando acuerdos; o puede también –mal aconsejada por la soberbia, la sombra de Lopéz Obrador y los radicales de su partido– dilapidar de inmediato su enorme capital político abriendo las puertas a la convulsión financiera y a la inestabilidad política e institucional.
@ArielGonzlez FB: Ariel González Jiménez