Es notoria la fijación presidencial con el pasado, mayormente con aquello que le causó agravios, resentimientos y limitó en el tiempo alcanzar la silla presidencial. Dos han sido los motores para la acción gubernamental: ajustar cuentas con el pasado y conservar el poder.
Paradójicamente, el pasado autoritario, corrupto y represor que criticó, es el que ahora replica, con una mezcla de pragmatismo e ideología, confusa y acomodaticia. Se atiende, mal, lo urgente del día con día, mientras que los grandes problemas, los que comprometen el futuro y deciden el destino del país, se dejan al azar.
Autodefinido su gobierno como una revolución incruenta, sus efectos han sido tal vez más catastróficos que si lo hubiera sido. La destrucción y limitación de la estructura institucional redujo la acción del gobierno al capricho presidencial y las políticas, obras y programas son dictadas por ocurrencias y prejuicios.
La obsesión por el poder le llevó a dibujar una democracia plebiscitaria e introdujo la consulta popular y la revocación de mandato, seguramente pensando en el uso que podría dar, en el futuro mediato, a su nueva mayoría. Conservarla y acrecentarla se convirtió en el objetivo principal y se universalizó el apoyo a los adultos mayores, se crearon becas y pensiones para distintos niveles, se eliminaron los apoyos con mecanismos institucionales para sustituirlos con apoyos individualizados no otorgados por las instituciones sino por el presidente.
Para el efecto, se dijo que habría un gobierno austero y se recortó el gasto para la inversión productiva, para la investigación y la ciencia, para la cultura, para la atención hospitalaria y suministro de medicinas, se extinguieron fideicomisos y se agotaron las fondos de emergencia y de reserva para crear esa gran bolsa de apoyos, otorgados como concesión presidencial, que son los programas sociales.
Con ello, la popularidad y el respaldo social quedaron asegurados y pudo entonces emprender la venganza contra las instituciones que, consideró, impidieron su llegada al poder en sus dos intentos anteriores. Hoy tenemos una autoridad electoral mediatizada, colonizada, con la credibilidad a prueba y a todos los organismos autónomos e independientes creados para equilibrar el poder presidencial, disminuidos en su integración y en sus recursos y toda su administración sumida en la opacidad, sin poderse saber a ciencia cierta cómo se ejercen los recursos públicos.
El combate a la corrupción, bandera de su campaña, se quedó solo en el discurso. Las instituciones encargadas de investigarla, perseguirla y erradicarla, también fueron sacudidas por la austeridad irreflexiva. Los casos sobresalientes usados para dar constancia de la intención presidencial de perseguirla, quedaron en meros juegos pirotécnicos. Los señalados por el pasado hoy se pasean del brazo con los evidenciados en el presente, todos en la impunidad y muchos con el favor presidencial, incluso la propia familia y cercanos del presidente.
La inseguridad, producto según el discurso presidencial de la guerra al narcotráfico y al crimen organizado declarada por Felipe Calderón, ha crecido junto con la violencia y el crimen. Por más que la oficialidad acomode los porcentajes, la realidad los exhibe y de ese crecimiento y la impunidad reinante no se puede seguir culpando a García Luna y los supuestos narco arreglos; los mismos testimonios que lo inculpan salpican a los actuales, incluido el presidente.
La economía y las finanzas estables, más un peso fuerte, condiciones presumidas como un logro gubernamental, aunque estrechamente dependientes de condiciones externas, están ciertamente prendidas con alfileres.
El gasto desordenado, ejercido clientelarmente y sin generar condiciones para el crecimiento sostenido, presenta el déficit más grande de las últimas administraciones y los pre criterios económicos presentados al Congreso auguran una mayor austeridad, restricción mayor del gasto y crecimiento del endeudamiento. No es un buen panorama para la administración que lo suceda.
Ahora en campaña electoral, nos invitan a construir un segundo piso, continuidad como un acto de fe sin decirnos a donde nos lleva. En seis años no ha habido una visión de futuro más allá de una creciente presencia del estado con políticas paternalistas y clientelares, sin un asomo de políticas que propicien una mayor movilidad social.
Hoy tenemos un país dicotómico con una dictadura de las mayorías artificiales en las cámaras y las construidas clientelarmente, una economía prendida de alfileres y la presunción fundada de un Maximato omnipresente.
No es una invitación atractiva, a no ser que se quiera ser un país de alienados viviendo de pensiones gubernamentales. Un país condenado a ser proveedor de mano de obra, rémora de las potencias comerciales. El riesgo es alto, porque la capacidad del estado para absorber esa carga pensionaria que ya gravita ahora con fuerza sobre las finanzas nacionales, es limitada e insostenible en las condiciones actuales.
Es necesario cambiar por un gobierno que deje de mirar atrás, que gobierne para todos y que deje la contienda política a los partidos. Xóchitl tiene la palabra.