FÉLIX SUÁREZ
I
Según George Steiner, “la Antígona de Sófocles no es un texto cualquiera. Es uno de los hechos perdurables y canónicos en la historia de nuestra conciencia filosófica, literaria y política”. ¿A qué se debe, sin embargo, la permanencia y la vigencia de este mito griego a lo largo de la historia de Occidente? ¿Por qué las diferentes Antígonas que han sobrevivido al paso del tiempo, lo mismo en la tradición literaria que en la herencia musical de los siglos XVIII y XIX, siguen resonando con tanta afinidad en nuestras conciencias?
Sin duda, se trata de lo mismo, es decir, de los mismos sentimientos y dialécticas que se reflejaron también en la Antígona griega del siglo V antes de Cristo: una manifiesta controversia entre lo mínimo y lo público, entre la existencia privada y la existencia histórica. Como la obra de Sófocles, el resto de las Antígonas que surgieron a la sombra de la imaginación idealista y romántica, dramatizan, en efecto, el conflicto entre los dictados impuestos por el poder político sobre el espíritu privado. La violencia ejercida por el Estado sobre esa “interioridad del ser”, de la que habla también Steiner.
II
En su más reciente libro –Tercia de reinas., Augusto Isla aborda en las obras de tres mujeres escritoras la figura-símbolo de Antígona; se trata, como lo advierte el propio Isla, de un homenaje apasionado a “tres mujeres excepcionales”, quienes asumieron también, reflejándolo en sus vidas y en su trabajo literario, el exilio y la piedad, rasgos éstos que definen ampliamente a la heroína trágica de Sófocles, vista desde dos de sus tragedias principales, Antígona y Edipo en Colono.
Provisto de una prosa precisa, cercana a la lírica, pero no por eso menos reflexiva y contundente, el autor de esta Tercia de reinas nos guía de la mano hacia tres momentos literarios fundamentales de la belga Marguerite Youcenar, la francesa Simone Weil, y de la filósofa malagueña María Zambrano: tres mujeres señeras de la literatura y el pensamiento del siglo XX, quienes a partir de distintos géneros literarios –la prosa poética, el ensayo y el drama- nos acercan con nuevas miradas a esta otra mujer admirable de todos los tiempos, antigua y contemporánea, tan lejana para nosotros en su contexto griego y tan próxima, tan cercana, sin embargo, a nuestro presente y a nuestras vidas de todos los días.
En “Antígona o la elección”, Marguerite Youcenar encarna la pasión incendiaria de una Antígona deshecha por la pérdida y el duelo, pero de pie, enhiesta por la devoción que siente por el padre ciego, Edipo (su “trágico hermano mayor”), y la desafiante misericordia que la une a la tragedia del hermano vencido (Polinice), quien ahora se pudre sin remedio bajo el ojo inclemente del cielo y bajo el peso de la ignominia, y la condena de toda Tebas.
El fatum de Antígona, su destino trágico, será entonces morir tapiada como castigo por desafiar los dictados de los hombres y por atenerse sólo a “las leyes inscritas en el cielo”, quien para ella son, a fin de cuentas, los deberes atados a su corazón. Las exequias y la sepultura que le debe al hermano amado, la habrán de poner de inmediato fuera de la ley y de inmediato también dentro del ámbito de la tragedia.
III
Mérito destacable de este libro es el que Augusto haya decidido incluir, con todo acierto, como apéndices de cada capítulo, las obras completas referidas a sus comentarios introductorios. De este modo, sus lectores descubrimos con alegría los textos reseñados a los que Isla acompaña siempre de breves y sabrosas crónicas de la vida de sus autoras. Tal es el caso de Simone Weil, a la que Augusto Isla se acerca con una rara mezcla de admiración y rechazo: “una heroína romántica”, dice de ella, dispuesta a perderse en un mundo implacable con el que coquetea y al que se acerca con curiosidad y desenfado, tal como el funámbulo que trepa por el aire, confiado en el recurso último de la red que lo sostendrá en todo momento. De ahí las reservas con las que Isla mira el activismo social de Weil, su “heroísmo” que –al decir de Augusto- oscila entre lo sincero y lo teatral “. De ahí también esa mirada de sospecha sobre la autora de La fuente griega, a la que no duda en encajarle algunos epítetos que cuestionan su compromiso con la clase obrera de su tiempo, su abierto antisemitismo (a pesar de su doble ascendencia judía), su velada misógina, su megalomanía, su delirio de considerarse una iluminada, portavoz de la palabra de Dios.
A modo de conclusión lapidaria, Augusto deja caer estas últimas ideas que pintan, no sin razón, a una intelectual prematuramente desaparecida, a quien, tal vez, merced a su temprana muerte -34 años-, no tuvo tiempo de enmendar y concluir su labor de creación y corrección de su obra. Dice Isla, refiriéndose a la actividad intelectual de Weil: “Poca fortuna en la docencia y en todo lo demás: de su experiencia obrera sólo quedaron unos cuantos lugares comunes; del fuego revolucionario, unos cuantos carboncillos pseudomísticos […], y su crítica de la revolución deviene en una experiencia religiosa, más cultural que mística”. Agregaría yo a esta lista que la Antígona de Weil, de 1936, es un pobre texto explicativo de la obra de Sófocles, dirigido a los obreros, en el cual se percibe una muy forzada interpretación ideologizante, cargada de claros tintes de adoctrinamiento político. En cualquier caso, la figura éternelle de Antígona, se nos revela, aún aquí, capaz de crear referentes empáticos y solidarios con la clase trabajadora de principios del siglo XX.
IV
La tercera carta de esta Tercia de reinas la dedica Augusto a explorar la obra de la figura de María Zambrano. Heredera directa de Ortega y Gasset y de Xavier Zubiri, esta filósofa malagueña, nacida apenas iniciado el siglo pasado, destaca no sólo por haber sido parte del brillante grupo de exiliados españoles que llegó al país huyendo del franquismo, sino por su planteamiento inusual en contra de la razón cartesiana. Convencida de que la verdad y la razón habían tomado un rumbo distinto al de la vida, Zambrano propuso otra forma de vincular realidad y pensamiento: la razón poética, cercana al corazón y a la vida de los hombres; próxima en todo momento a las preocupaciones que desvelan y develan al ser: la muerte, la esperanza, el amor, el duelo, lo sagrado, el exilio, del que María habría de saberse siempre huésped. El exilio, “su única patria”.
Augusto se cuida de aclarar aquí que ese exilio no fue sólo un destierro geográfico – su paso por México, Cuba, Puerto Rico, Italia, y Francia-, sino también un motivo literario, un tema permanente de reflexión y preocupación intelectual que marcó, abrasó y abrazó su vida y su obra. Por eso su Antígona, desterrada y condenada, es María misma, aunque también es Araceli, su hermana, su cómplice y confidente hasta el último día de su vida. No extraña entonces que La tumba de Antígona, concluida en la Piece, Francia, en 1967, luego de 20 años de traerla a cuestas, esté dedicada justamente a ella: “A mi hermana Araceli, que ha servido a la piedad”.
Exilio, sacrificio y piedad son motivos claramente rastreables en esta obra dramática. En ella, la heroína de Sófocles no sucumbirá a la muerte que le impone Creonte. Prisionera a lo largo de la obra, Antígona es aquí una voz febril, alucinada; el delirio con el que conversan los espectros de sus difuntos: la madre suicida, los hermanos fratricidas, el padre ciego y errante, la nodriza de su niñez, el prometido que no alcanzará a desposarla ni aun en la muerte. Su desolación es igual aquí a su soledad de prisionera perpetua, abandonada de Dios y de los hombres.
María Zambrano no hace morir a Antígona en su obra, porque sin duda sabe que su muerte acallaría su voz y sus actos. Vivirá entonces en las catacumbas de nuestra conciencia para recordarnos la condición errante de los hombres, la rebeldía que nos reconcilia con la libertad, los actos del corazón que nos dicta la piedad.
V
Tercia de reinas, de Augusto Isla, es pues un libro del todo necesario, porque guarda en él no sólo el testimonio de una pasión personal, de una admiración sin límite, sino porque además nos recuerda la vigencia y la vital importancia de los mitos antiguos en nuestras vidas.