En un momento de Back to Black, Amy Winehouse (Marisa Abela, excelente) está en una recepción posterior a los Grammys de 2008 -donde se alzó con cinco premios a sus 24 años- cuando la cámara se detiene en su rostro, con la mirada perdida, denotando la insoportable soledad que la aqueja.
La célebre cantante inglesa moriría tres años después por una intoxicación por alcohol, y la película de la directora Sam Taylor-Johnson busca mostrarnos qué es lo que la llevó ahí.
Cuando primero la vemos, Amy es una adolescente de Camden con cierta fama en el circuito local y que adora a su abuela Cynthia (Lesley Manville), una cantante de jazz y quien fuera su mayor inspiración. Pronto hay interés de una disquera, graba su primer disco, y explota en el Reino Unido.
Fiel al espíritu indomable que la caracterizó en vida, esta Amy irradia energía, autonomía, y va por la vida con los sentimientos a flor de piel. Esto sólo se exacerba cuando conoce a Blake (Jack O’Connell), un carismático drogadicto con el que tiene química instantánea.
Taylor-Johnson filma esta escena como el primer encuentro de dos amantes en una comedia romántica, donde todo es coqueteo y risas, pero con algunos detalles que presagian lo que vendría después.
Escenas como esta elevan una primera mitad que nos adentra en el complejo mundo de Amy, sus relaciones, sus sueños y su necesidad de expresarse a través de la música.
Es una pena, pues, que la película deje todo de lado para convertirse en una serie de recreaciones de los momentos más bajos de la artista sin ningún indicio de profundidad. ¿Qué papel jugó su mamá en su vida? Su papá, interpretado por el gran Eddie Marsan, es relegado a una figura unidimensional que apoya a su hija ciegamente.
¿Dónde quedó el tema de su bulimia? ¿Y de salud mental? Su relación con la prensa y la fama es apenas rascada. Y nos queda claro que Amy era grande, pero no hay una exploración realmente del por qué.
Su gran éxito mundial llegó con su segundo disco, Back to Black, que en la película de repente ya existe. Y luego llegamos a esos Grammys, donde el rostro de Amy ya no es el mismo. Ahí, en los expresivos ojos de Abela, vemos lo que pudo haber sido, tanto en la vida, como en la pantalla.