La forma más sencilla de explicar la atracción por el eclipse está en una frase de Jorge Luis Borges. Escribe sobre el fuego (el sol no es otra coda sino una esfera de lumbre) y nos recuerda como no podemos mirarlo sin un “asombro primitivo”.
Así, con la pequeñez de los primeros hombres de tiempos demasiado remotos, nos encandilamos con la imagen del disco oscurecido y nos pasamos la mañana y parte de la tarde de ayer con el cuello hacia arriba y la mirada en los cielos. A diferencia de los ancestros cavernícolas y su pasmo de presagios funestos, nosotros nos ponemos gafas negras o conseguimos vidrios de intensa negrura para salvarnos, como el soldador, del chisporroteo celestial, cuando la corona solar sea apenas un gigantesco resplandor en el firmamento.
La sola palabra eclipse evoca el misterio. Significa, en su raíz griega, desaparición.
Pero el sol no desaparece. El mundo no sufre ninguna transformación, ni pierden por la fugaz oscuridad friolenta su fecundidad las mujeres. Ni se pierden las cosechas ni se ensucia la leche de las vacas. Los perros dejan de ladrar y los pájaros duermen la noche de los pocos minutos mientras un viento helado susurra entre el follaje de los árboles.
Durante el, eclipse el mundo sigue igual. Lo más parecido a este ocultamiento en las palabras del Evangelio, son los versículos de Mateo –27:45– el día de la muerte de Jesús:
“Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora novena”.
Pero esa sorpresa alguna vez cambió el rumbo de la historia.
Sin sus conocimientos de navegante, Cristóbal Colón hubiera perecido a manos de los aborígenes de Jamaica. Si no hubiera proferido esta advertencia salvadora antes del eclipse de 1504.
“(MI).- Johannes Müller von Königsberg, publicó un almanaque que contiene tablas astronómicas que cubren los años 1475-1506. Este documento resultó ser de gran valor, ya que sus tablas astronómicas proporcionaban información detallada sobre el Sol, la Luna y los planetas, así como las estrellas y constelaciones más importantes para navegar. Se dice que después de su publicación, ningún marinero salía sin su copia.
“Cristóbal Colón, quien, por supuesto cargaba con su copia, pronto descubrió, al estudiar sus tablas, que en la tarde del jueves 29 de febrero de 1504, ocurriría un eclipse lunar total.
“Al saber esto, tres días antes del eclipse, Colón pidió reunirse con el líder de los indígenas para informarle que su dios cristiano estaba muy enojado con su pueblo (a donde había llegado de emergencia), por no haberle brindado más comida a él y a sus hombres. Así que, para mostrar su enojo, en tres días “las llamas de la ira” harían desaparecer la luna del cielo.
“En la noche señalada, cuando el Sol se puso al oeste y la Luna comenzó a emerger más allá del horizonte oriental, el eclipse y la “luna sangrienta” hicieron su aparición. Según el hijo de Colón, Fernando, los nativos estaban aterrorizados y de inmediato pidieron a Columbus que hablara con su dios para que devolviera la Luna a su tamaño original.
“El gran explorador les dijo que tendría que retirarse para hablar en privado con su dios. Luego se encerró en su cabina durante unos 50 minutos y en ese tiempo los barcos fueron cargados de provisiones.
“Colón usó su reloj de arena para registrar las fases del eclipse y, justo antes de que llegara a su fin, anunció que Dios estaba de acuerdo en devolverles la Luna. Después del eclipse, los nativos agradecidos los alimentaron hasta su partida por el Caribe el 29 de junio de 1504”.
De Luna o de Sol, parciales o completos, anulares o como sean, los eclipses siguen siendo un espectáculo no por recurrente y exacto en la relojería celestial, menos impresionante.
El eclipse de ayer no sólo oscureció la tarde y nos privó fugazmente de la mirada del sol. También nos escondió a los más de 200 asesinados el fin de semana.
Entre el debate y el eclipse, dejamos de ver la otra realidad. La de todos los días.