Ariel González
Es cierto que el debate entre las candidatas a la Presidencia de la República (y el comparsa de una de ellas) no fue espectacular. ¿Debía serlo tratándose de un debate político? Parece que sí, según no pocos comentaristas a quienes les pareció “aburrido” porque acaso esperaban una especie de función de box. Aun así, siguiendo la metáfora boxística, lo curioso es que se hayan apresurado a darle el triunfo a Claudia Sheinbaum porque su contrincante no le propinó suficientes golpes (aunque fuera formalmente quien mayor número de estos conectó). Como jurado de una pelea “aburrida” en la que no hubo el esperado knockout (imposible, por lo demás, con el formato del debate), buena parte de nuestros comentaristas ignoraron los puntos y, puesto que la campeona de las encuestas se mantuvo en pie, esta fue declarada ganadora.
No es mi intención señalar que ganó Xóchitl (no veo que haya emocionado y marcado una superioridad clara), pero me llaman la atención los términos con que algunos comentaristas argumentaron la victoria de Sheinbaum: ganó “porque evitó cometer errores, fue disciplinada y pasó sin que la pusiera en graves aprietos Xóchitl; porque fue sólida, es la puntera y lució más preparada; por mostrarse más ecuánime, serena y segura ante los ataques y cuestionamientos…”
Es decir, según estos agudos observadores Claudia Sheinbaum ganó porque actuó como Claudia Sheinbaum: impasible, fría, indiferente, soberbia y capaz de mentir sistemática y descaradamente sin acusar la más mínima perturbación. Y claro, cuando un político llega a ese nivel de concentración insensible puede llegar a sugestionar a su propio auditorio (incluidos ciertos analistas), que termina por aplaudir y admirar su enorme habilidad para mentir como respira.
Antes del debate muchos de estos comentaristas no la encontraban simpática, agraciada, encantadora o siquiera amable, pero ahora le han descubierto un “atributo”, casi un “don”: su grotesca aptitud para escamotear los datos y los hechos, así como su desvergüenza para ignorar los cuestionamientos y reclamos que se le hacen (incluso si provienen de las víctimas de sus decisiones, no digamos de una opositora). Ese es quizá el mayor éxito del que puede jactarse la candidata de Morena: no tiene ideas propias, todo se lo debe a quien vive en Palacio Nacional, pero al menos una parte de los analistas la ha proclamado ganadora del debate, no a pesar de los rasgos de su personalidad política antes comentados, sino precisamente por ellos.
La resonancia de estos puntos de vista, expuestos en TV o importantes medios, fue notable, pero creo que no dieron en el blanco porque se ocuparon de algunos aspectos secundarios que artificialmente ellos convirtieron en sustantivos. Sin embargo, por supuesto, hubo otras perspectivas mucho menos complacientes con la idea de encontrar “un ganador”. Entre los análisis más serios de este ejercicio se encuentra un texto de Carlos Flores Rico, gran conocedor de estos temas, quien señala en primer lugar la enorme mediocridad que lamentablemente privó entre las participantes.
“Claudia –dice Flores Rico– mantuvo su hieratismo y no se bajó del carrito de la continuidad sin argumentos. Su pobreza cultural, su natural antipatía y su frío cinismo político no se compensan con su serena y fría exposición. Le dijeron asesina, corrupta, envenenadora, opaca y mentirosa y ni sudó ni se inmutó para aclarar, aunque sea en lo mínimo, el interés general”. A su vez, “Xóchitl, desprovista de bagaje, filosofía y conocimiento complejo, sin dominar sus materiales, sin la preparación necesaria, con evidente cansancio físico y un evidente desorden expositivo, fue incapaz de acertar, concentrar e insistir en uno de los puntos más vulnerables del obradorato: la mortandad masiva y la profunda destrucción del sistema de salud”.
A juzgar por su sonrisa –lo más recordable de él en este debate– Máynez parece contento con su triste papel en esta historia: ser, como dice Flores Rico, “crítico insolvente de todo y bandera de nada”. Algo que lo aproximaría a la irrelevancia de no ser por los incautos electores que le querrán obsequiar su voto, tal vez como errada protesta por la penosa actuación de las candidatas.
Frente a quienes se han dedicado a proclamar la victoria de una u otra candidata (principalmente de Claudia, como hemos visto), Flores Rico nos recuerda una verdad sencilla, pero contundente: “En los debates no hay vencedor absoluto”, puesto que cada quien ve a su candidato como ganador y ese sesgo hace que veamos sólo aquello que preferimos. “El auditorio definido hace discriminación selectiva, toma aquello con lo que coincide, desecha lo que no le agrada y acaba aceptando lo que ya aceptaba, odiando lo que odiaba y, algunas veces, hasta se da cuenta de que los candidatos son tan humanos y limitados como cualquiera y acaba siendo más escéptico de la democracia de lo que ya era”.
Pero si viéramos los debates como una competencia de la que necesariamente debe surgir un ganador, tendríamos que poder medir su triunfo con algún criterio; de esa forma, nos dice Flores Rico, “si hubiera que medir un ganador, habría que decir que es el que gana votos nuevos (…) Obviamente, esto es sólo posible buscando en el target de «indecisos», que, dada la naturaleza de horario, formato y atractivo, son los menos interesados en ver debates”.
Ya sabemos que el debate en sí no movió prácticamente nada. Pero en el posdebate la menos que pírrica “victoria” de Sheinbaum está siendo desmontada en las redes y en otros medios pregunta por pregunta (de las que no respondió nada), tema por tema (que no quiso abordar) y mentira por mentira (de las muchas que dijo). Tampoco creo que esto cambie las cosas de modo esencial, pero por lo menos exhibe el poco rigor de quienes la declararon ganadora simplemente por su abrumadora capacidad para mentir.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez