Ariel González
Así como las iglesias no se olvidan nunca de ninguna fecha importante para su culto, la 4T y sus aliados no podían dejar pasar el 86 aniversario de la expropiación petrolera para refrendar sus más granados “principios ideológicos”. Es una gran ocasión para los discursos más encendidos del nacionalismo revolucionario o, mejor dicho, de lo que queda de este en boca de una presunta izquierda capaz de recortar el presupuesto de innumerables áreas esenciales (salud, educación, investigación científica, mantenimiento del Metro o infraestructura hídrica), para seguir pagando la improductividad, el dispendio y, sobre todo, la gigantesca deuda de una empresa que se ha convertido en el mito fundacional de sus delirios ideológicos: Pemex.
Nadie duda que hace 86 años la expropiación petrolera, impulsada por el general Lázaro Cárdenas, fue uno de las gestas que dieron bases sólidas a México por varias décadas. El petróleo, desgraciadamente, se convirtió también desde los años setenta en la principal atadura de la economía y en un factor de insana dependencia para las finanzas públicas; el punto más alto de esta situación llegó, como se sabe, en los años 80 con el desplome internacional de los precios del petróleo, la crisis de endeudamiento y la devaluación del peso.
Del sueño –luego borrachera– en el que íbamos a “administrar la abundancia”, pasamos a una resaca atroz que pagamos muy caro. México tuvo que entrar a una larga y dolorosa etapa de ajuste, hoy cómodamente maldecida desde la Presidencia como la “etapa neoliberal”, pero gracias a la cual conseguimos ordenar las finanzas y afianzar un crecimiento que dependía mucho menos del petróleo.
Luego de esos penosos ajustes comenzamos a ser los exportadores que somos ahora y a sentar las bases para participar de un acuerdo comercial con Canadá y Estados Unidos. Entre 1999 y 2016, los “peores años del neoliberalismo”, México recibió una inversión de sus socios por más de 241 mil millones de dólares. A la fecha, con otro nombre, ese acuerdo comercial se mantiene, lo mismo que buena parte de la dinámica económica de nuestro país que se generó en esos años.
No fue una etapa maravillosa, ni mucho menos, pero la vida de millones de mexicanos cambió para bien. La grave desigualdad, nuestro más vergonzoso lastre, no desapareció, es cierto, aunque es un hecho que las oportunidades crecieron para muchos mexicanos. He venido escribiendo que en más de un sentido, los resultados económicos de los que se jacta López Obrador y su candidata Claudia Sheinbaum, tienen su explicación más profunda en aquella “nefasta época neoliberal” (al dejar intactos, por suerte, los resortes económicos, “neoliberales” sin duda, que todavía hacen de México un país atractivo para las inversiones y para uno de los fenómenos más positivos de los que nos hemos beneficiado, el nearshoring).
Todo eso a pesar del enorme e irresponsable despilfarro de este gobierno que canceló obras que ya estaban al 50 por ciento de su construcción (el aeropuerto de Texcoco); que emprendió otras cuya inversión no se va a recuperar jamás (el Tren Maya, que encima ha significado una brutal destrucción de la reserva de la biósfera); que construyó refinerías que no refinan nada y que han resultado, junto con todo Pemex, una de las principales y más costosas obsesiones ideológicas de esta administración.
¿Por qué Pemex? Porque es como el santo grial del discurso nacionalista que López Obrador reivindica. Y así, 86 años después de la expropiación petrolera vuelve a decir: “Nuestro petróleo siempre ha sido una gran tentación para propios y, sobre todo, extraños. Mientras unos presidentes de la República lo han querido privatizar de distintas maneras, trátese de contratos, riesgo, contratos de servicios, contratos de todo tipo compartiendo utilidades, bloques de nuestro territorio, otros mandatarios, como Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos e incluso Gustavo Díaz Ordaz supieron aplicar la enseñanza del general Lázaro Cárdenas de utilizar el petróleo solo en beneficio del pueblo de México”.
En los gobiernos de los presidentes que mencionó, el petróleo fue sin duda el gran recurso natural que benefició al país (no precisamente a esa entidad abstracta que es el “pueblo”). Pero hoy, Pemex reporta una deuda de 106 mil millones de dólares (a pesar de que el gobierno a lo largo del sexenio ha transferido por lo menos 90 mil millones de dólares a esta petrolera), además de otros 17 mil millones de dólares que debe a sus proveedores. Por otra parte, la producción de petróleo y refinados no alcanza las metas fijadas por este gobierno, con lo que la famosa autosuficiencia nomás no se ve llegar; y por si fuera poco, el “huachicol” deja pérdidas de 18 millones diariamente a Pemex (según cálculos muy modestos de la propia empresa). De la corrupción, ni hablar, el Presidente ha decretado su fin, eso es “de otras épocas”; algo con lo que los intachables directivos de la empresa y el honradísimo sindicato de la misma no pueden estar más de acuerdo.
Estos escalofriantes datos no obstaron para que López Obrador hablara en su discurso de ayer de “soberanía energética” y, por supuesto, de los “traidores a la patria” que quieren entrega los recursos naturales a extranjeros. Ni tampoco para que su candidata –respaldada de modo vergonzante por Cuauhtémoc Cárdenas– diera a conocer ayer mismo su plan de “Soberanía Energética para el Desarrollo Sostenible”, lo que incluye el desarrollo de la petroquímica, así como el fortalecimiento de Pemex y la Comisión Federal de Electricidad.
Dicho “fortalecimeinto” es la manera eufemística en que la 4T denomina las transferencias millonarias (de dinero público, de usted y mío) a estas empresas para que sigan garantizando una curiosa forma de “soberanía energética”: improductiva, subsidiada y altamente endeudada.
@ArielGonzlez
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