Ariel González
Agotada nuestra capacidad de asombro, enunciados todos los insultos posibles y perdida toda noción de templanza desde el poder, están a punto de iniciar formalmente las campañas por la Presidencia de la República, varias gubernaturas, 500 diputaciones, 128 senadurías y miles de cargos locales de representación. El panorama contiene, en sí mismo, una natural intensidad dada la importancia de todo cuanto está en juego, pero alcanza niveles muy preocupantes de incivilidad, riesgo de violencia y desastre institucional.
El propio Presidente de la República, lejos de intentar ser el fiel de la balanza, garante de la legalidad y el promotor de la concordia y el diálogo democrático, se ha convertido en el principal promotor de la polarización y de la reyerta política. Superándose a diario en el ejercicio de odio y denostación de sus críticos y adversarios, López Obrador ha comprometido seriamente, en las últimas semanas, lo que le quedaba de institucionalidad a su investidura.
Es cierto que en todos estos años de su gobierno nunca ha guardado las apariencias. Desde un principio supimos que no estaba gobernando para todos (como prometió) y que la ley, junto con los contrapesos de otros poderes y la actuación de las instancias autónomas, le provocaban repulsión; sin embargo, nunca como en los últimos días esta repulsa fue tan flagrante, al punto de verbalizarla de forma contundente para responder a la reportera de Univisión, Jésica Zermeño, quien lo cuestionó sobre el hecho de que diera a conocer el teléfono de la corresponsal de The New York Times, Natalie Kitroeff, lo cual es una violación de la Ley General de Datos Personales: “Por encima de esa ley está la autoridad política, la autoridad moral”, es decir, el Señor Presidente, Yo, el Supremo…
Ya antes las cosas habían cobrado una dimensión bastante grave: la ira que produjo el cuestionario enviado por Kitroeff –que no añadía sustancialmente nada nuevo y que sólo aludía a las sospechas expresadas en el reportaje de Tim Golden sobre la relación del Presidente con el narcotráfico– nos mostró un Presidente descolocado, furibundo frente a los representantes de los medios nacionales y extranjeros, que son según él “los más tenaces informadores, o mejor dicho desinformadores, los más tenaces manipuladores”.
Una vez más el Presidente pretende situarse en la escena pública como si fuera uno más, como si no tuviera el poder que tiene y como si sus dichos no tuvieran mayor peso. Es obvio que su irresponsabilidad resulta peligrosa para cualquiera que lo cuestione; y por eso hay que insistir, como lo ha hecho Raúl Trejo en su columna “Desquiciado, abusivo, insensato” (La crónica de hoy, 26-II-2024), en que “López Obrador detenta una fuerza mucho mayor que la de cualquier periodista. Cada vez que descalifica a un informador, esparciendo agravios y calumnias, comete un abuso de poder y coloca a esos periodistas en una situación de vulnerabilidad. Además, lejos de esclarecer las informaciones que le incomodan, las publicita con tal de asumir un papel de víctima”.
La contienda electoral en puerta merece cuidado, prudencia y responsabilidad por parte de todos los actores políticos. Un Presidente a la altura de las circunstancias (y sobre todo en medio de diversas señales que apuntan a que estos comicios enfrentan graves riesgos de violencia) debería ser ya un ejemplo irreprochable en ese sentido; empero, confirmando que se siente “por encima de la ley”, López Obrador no ha dejado de enrarecer la atmósfera política con sus más virulentos mensajes, ni de manifestar protagonismo y abierto activismo en favor de Morena y su candidata, Claudia Sheinbaum.
Esta, por cierto, quien iniciará su campaña en un acto en el Zócalo que promete un despliegue brutal de recursos y un acarreo masivo e impúdico para no dejar lugar a dudas de que lleva la delantera en las encuestas, mantiene su fidelidad al discurso presidencial a sabiendas de que eso se convierte en la promesa implícita de que, como López Obrador, ella tampoco gobernará para todos, no respetará la ley y hará todo lo posible para concretar el desmantelamiento de las instituciones democráticas.
Ayer, al iniciar su conferencia matutina en Palacio Nacional, en un enigmático soliloquio, dijo: “lo mejor es lo peor que se va a poner”. No dio ningún detalle sobre a qué asunto se refería, pero al buen entendedor pocas palabras. Es una declaración que resulta turbia y hasta amenazante. Parece indicar que, lejos de dar un paso atrás en su exhibición diaria de abuso de poder, está dispuesto a ir más lejos. Su imprudente apuesta por la polarización, la ruptura del orden legal y, si lo cree necesario, el mismo caos (“lo peor que se va a poner”), resulta muy preocupante.
En marzo de 2022 usó esa misma expresión para referirse a los supuestos ataques del “bloque conservador” en contra de su gobierno. Pero ahora, en el contexto de la extrema polarización y las acusaciones que recaen sobre su entorno, parece que engloba todo un escenario. Aunque francamente es difícil saber qué pueda imaginar López Obrador como un escenario “peor” (dados los más de 180 mil asesinados en su sexenio; los cientos de miles que fallecieron por el pésimo manejo de la pandemia; los millones de mexicanos sin medicinas ni atención o los que viven con miedo bajo el infierno de la extorsión).
Y ya antes, en 2020, había dicho de forma muy desafortunada que la pandemia y sus estragos económicos le vinieron “como anillo al dedo” a la Cuarta Transformación. Con esa misma perspectiva, del todo irracional, tal vez suponga que una situación política más compleja y tensa, acaso desbordada, de cara al proceso electoral, le vendrá de perlas a su proyecto. Esa sería su más irresponsable apuesta y aquella que le daría ciertamente un lugar (infame) en la historia.
@ArielGonzlez
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