Calidad, velocidad, elegancia, aspiración Esas son las palabras que nos vienen a la mente cuando escuchamos el nombre Ferrari. El nivel más codiciado en la escalera del estatus. El santo grial del automovilismo.
Llega una cinta que nos habla de su fundador: Ferrari.
Italia, 1957. Enzo Ferrari (Adam Driver), otrora piloto de coches, cuenta ya con su propia compañía. Se decide correr en forma competitiva, pero el panorama es complicado. El peligro se respira en cada kilómetro y en cada metro cúbico de su propio hogar.
Esta cinta nos muestra un momento definitorio, no sólo en la vida de la famosa compañía automovilística, sino del propio Commendatore, como llamaban a Ferrari. Es un espejo con una puerta oculta, que muestra la intimidad de este intrigante personaje.
Es interesante acercarnos a la desconocida domesticidad del empresario y del complejo tejemaneje automotriz de la época; ambos circuitos confluyendo en un mismo autódromo, pues su distanciada mujer es, a la vez, cofundadora de la compañía.
La recreación histórica es fantástica: se muestra, inmisericorde, el absoluto peligro de las carreras de coches donde los pilotos lo eran por poco tiempo. Literalmente pasaban de estrellas a estrellados.
Ahí demuestra Michael Mann su maestría en recrear escenas de acción: construyendo el kilometraje cinematográfico, los giros, las vueltas los tremendos accidentes. Hay un par de secuencias terriblemente apantallantes, pero la elegancia jamás se pierde. Un esteticismo en el horror.
Adam Driver está excelente como este hombre innovador, que dirige su compañía con un estilo entre ingenioso y de jefe de la mafia. Pero con quien más conectamos, es con Penélope Cruz, como su distante esposa, Laura. Se roba todas sus escenas.
Termina la carrera y no nos sentimos defraudados. Mann ha aportado dosis iguales de emoción e historia, en un vehículo flamantemente armado. El apellido Ferrari, queda bien representado.