Ariel González
Uno de los más socorridos ejercicios del populismo en el poder es atribuirse la representación absoluta del “pueblo”. En consecuencia, todos los que no son seguidores suyos son cualquier otra cosa –conservadores, aspiracionistas, fifís, oligarcas, etc.– menos “pueblo”. Esa ha sido la lógica elemental con la que se ha conducido López Obrador desde el inicio de su mandato, y la que lo ha llevado a dividir permanentemente a la sociedad en dos partes: el pueblo bueno que lo sigue y apoya el proyecto de la Cuarta Transformación, y el resto, un conjunto de gente que, se supone, extraña al régimen corrupto y el dominio de la oligarquía (aunque objetivamente no tendría nada que extrañar, puesto que la corrupción campea y los muy ricos no han dejado de hacer grandes negocios en este que es, por lo visto, su gobierno favorito).
En esa lógica coincide plenamente Claudia Sheinbaum, quien se asume como la candidata presidencial de ese mismo pueblo, abstracto y bondadoso per se, que ella y su jefe ensalzan todos los días. Pero nótese, porque es muy preocupante, que ni siquiera por estar ya prácticamente en campaña (la “intercampaña” inventada por el INE es un cuento chino) hace el menor intento por ganarse, acercarse o tender un puente para el diálogo con esos que no forman parte de su “pueblo” pero que de todos modos suman millones de mexicanos.
De ahí que en perfecta sintonía con el Presidente descalificara la marcha de cientos de miles de ciudadanos en todo el país en defensa de la democracia. En primer lugar se apresuró a señalar que esos manifestantes no tienen nada que ver con la democracia (es decir, la “auténtica democracia”, la que ella y su partido representan), porque los que marcharon son “aquellos que hablan o marchan por la democracia cuando en su momento promovieron fraudes electorales o nunca vieron la compra de votos o se les olvidó respetar a los pueblos indígenas promoviendo la discriminación y el clasicismo”.
Puede que “la nueva etapa de la Cuarta Transformación” tenga el telenovelesco “rostro de mujer” que señaló en su discurso dominical Claudia Sheinbaum, pero lo más importante que dejó claro no es eso, sino que va a seguir replicando puntualmente todo cuanto el santo varón y dueño de su candidatura le ordene, aun en detrimento de su propia campaña, que por lo visto es sólo para ese “pueblo” que ella adora, pero que, poniéndole algo de aritmética, muy difícilmente representa a la mayoría de los electores.
Lo más peligroso, sin embargo, es que comparte con López Obrador la perspectiva de que quienes marchamos el domingo somos los que defendemos “la democracia de los oligarcas, la de los ricos, la democracia de los corruptos”. Siguiendo estos planteamientos del leninismo más cerril, el líder del morenismo y su pupila pretenden ignorar que la democracia no llegó con ellos, sino que es obra de muchos mexicanos –entre los cuales están no pocos de los que con todo desparpajo llaman “hipócritas” y “alcahuetes”– que desde hace décadas lucharon por hacer realidad las actuales reglas democráticas, la validez y verificación segura del voto, así como la construcción de un sistema de representación plural que hizo posible la llegada al poder de Morena a través de elecciones limpias.
Es algo que les recordó elocuentemente el expresidente del INE, Lorenzo Córdova: “nos pasamos más de 40 años construyendo una escalera para que quien tuviera los votos pudiera acceder al primer piso y hoy, desde el poder, quien llegó a este primer piso por la libre voluntad de la ciudadanía pretende destruir esa escalera para que nadie más pueda transitarla”.
Por mucho que el Presidente López Obrador y su candidata insistan en la polarización, es momento de que quede claro que no hay una democracia “de ellos” y otra “de nosotros”: hay una sola democracia y es la que garantizó que su triunfo se respetara en 2018 y la que podría, si gana, reconocer la victoria de Sheinbaum en las próximas elecciones. Pero esa es también la democracia que intentan desmantelar ellos mismos desde el poder; aquella que les gusta cuando ganan, pero que les fastidia cuando pierden o no tienen todas consigo (como es el caso); la misma que garantiza derechos y libertades que en su momento ellos aplaudieron, pero que ahora les resultan un estorbo, como la transparencia, la rendición de cuentas o la libertad de expresión.
Es cierto que se trata sólo de una democracia joven, imperfecta e incompleta en muchos sentidos, pero que quedaría destruida si prosperan las reformas que buscan imponer, si no ahora (porque no tienen la mayoría necesaria en el Congreso), sí después, en el hipotético escenario de que obtengan su anhelado “carro completo”. Y con todos sus defectos es la única de la que disponemos para impedir que la autocracia se reimplante bajo la figura del presidencialismo.
Por eso hay que insistir en la importancia capital que tienen para el país los próximos comicios: o respaldamos con nuestro voto el camino de la democracia, los derechos y las libertades para todos, o se avala la restauración del régimen de partido único, con elecciones donde el gobierno será juez y parte, y los contrapesos quedarán en el recuerdo.
La democracia no es “de ellos” ni es “de nosotros”: es de todos. Es una construcción colectiva y todos la sostenemos y contribuimos a su desarrollo. Si algún demagogo necesita etiquetarla como “del pueblo” (lo que viene a ser redundante porque en su misma raíz indica que es el gobierno del pueblo), es porque –como la historia nos ha enseñado– desea servirse de ella arrogándose autocráticamente la representación del “pueblo”. Y como dice el clásico: te conozco mascarita.
@ArielGonzlez
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