Ariel González
En 1978, durante la celebración del 61° Aniversario de la Constitución, Jesús Reyes Heroles pronunció en Querétaro uno de sus discursos más lúcidos y visionarios. Exaltaba en su mensaje las cualidades de nuestra Ley Fundamental y advertía que “cuando es reformada, siguiendo sus líneas esenciales, se apoya en la reforma y prosigue con ella, y cuando se ha intentado reformarla en contra de su sentido esencial rechaza la reforma y se afirma en sus orígenes”. En otras palabras: la Constitución posibilita su reforma si se siguen sus preceptos centrales, y estos la protegen rechazando cualquier cambio que la vulnere en lo sustancial.
También en Querétaro, pero el día de ayer, en una pieza discursiva plagada de demagógicas afirmaciones, la secretaria de Gobernación, Luisa María Alcalde, adelantaba que los cambios que propondría el presidente López Obrador horas después, significaban, ni más menos, que “el camino de regreso al Pacto Social, fundamentado desde el Pacto Federal. Un nuevo pacto social con la llegada del humanismo mexicano a la Constitución: la salvaguarda de los derechos sociales: educación, salud y salario”. Es decir, un pacto social entendido única y exclusivamente como sinónimo de los derechos sociales, no como pacto constitutivo del Estado mexicano con leyes y algo fundamental: la división de poderes. No en balde la secretaria Alcalde remató su discurso entresacando el supuesto “anhelo” de Francisco Zarco: “La igualdad será desde hoy la gran ley en la República”.
Traigo a cuento estos dos discursos, entre los que median varias décadas y una visión radicalmente distinta sobre la Constitución que nos rige, porque vamos a tener que distinguirlos claramente en los próximos meses y años si como ciudadanos queremos preservar las instituciones, libertades y derechos que asegura hoy por hoy el texto constitucional. Distinguir entre un tipo de reforma constitucional que afirma los principios sustantivos de esta, y otro que los distorsiona para intentar someter la Constitución a los designios de un solo hombre. Distinguir entre un cambio saludable que respeta la división de poderes y otro que la violenta y extingue.
Seamos claros: las reformas constitucionales que propone López Obrador, aunque aderezadas con la faramalla del “humanismo mexicano”, los “derechos sociales” y todas las maravillosas promesas imposibles de alcanzar (como la jubilación con el sueldo del 100 por ciento), tienen como propósito esencial borrar la división de poderes y oficializar el presidencialismo autocrático que en los hechos ya viene desarrollando, si bien con las odiosas restricciones que todavía le imponen el Poder Judicial y Legislativo.
Las reformas planteadas, lejos de Querétaro y del espíritu del Constituyente de 1917, son más que nada –a sabiendas de que no hay forma de que sean aprobadas en el Congreso porque no cuenta con la mayoría indispensable– un programa electoral para seguir haciendo campaña cuando la candidata oficial no puede (por el periodo de intercampaña dispuesto por el INE) y, dada la horrenda semana de escándalos que vinculan directamente a AMLO con el narcotráfico y las derrotas legales sufridas (precisamente en torno de su regresiva reforma eléctrica), una forma de retomar la iniciativa bajo el viejo y no siempre cierto principio de que “la mejor defensa es el ataque”.
Tal y como adelantábamos hace 15 días en este mismo espacio, el paquete de reformas propuesto ha quedado colocado en el centro de la campaña de Claudia Sheinbaum. Ya se verá si para bien o para mal en términos electorales, pero el discurso de AMLO de ayer ha dictado la agenda, programa y guión de su candidata. Y frente a ello, Sheinbaum no manifiesta duda alguna: “Es –dice– un paquete de reformas constitucionales que fortalece los derechos, las libertades y la democracia en el país que es esencia de nuestro proyecto”.
Así, son ya inútiles las especulaciones y dudas que algunos de los colaboradores de Sheinbaum intentan filtrar en la prensa acerca de la supuesta distancia que la candidata de Morena, en un momento dado, tomará respecto del líder supremo de la 4T. Es un corsé que le ha impuesto AMLO, pero que ella, por lo visto, acepta gustosa. En lo sucesivo, va a tener que explicar en todos sus recorridos y frente a los medios de comunicación nacionales y extranjeros no sólo la “falsedad” de las acusaciones que pesan sobre el carácter delictivo de su partido y del Presidente López Obrador, sino también la “verdadera” intención de las reformas que intentan subordinar al Poder Judicial o desaparecer organismos independientes propios de cualquier sociedad democrática moderna, como el INE o el INAI, en beneficio de un poder claramente autocrático.
En aquel lejano –pero muy presente para todos los liberales auténticos– discurso de 1978, don Jesús Reyes Heroles definía como una “Constitución viviente” aquella que tenía como “principios estructurales” el establecimiento de “un régimen republicano, democrático. representativo; vivir en un Estado de derecho; situar al Estado no encima ni abajo, sino en el derecho; consignar la igualdad ante la ley (…) la instauración de un cuadro completo de libertades espirituales y políticas del hombre, que van desde la libertad de conciencia y manifestación de las ideas hasta la libertad de trabajo, fundada en la libre vocación, y la libertad de movimiento; la disposición de salvaguardas y protecciones a la dignidad e integridad de la persona, lo que hoy llamamos derechos humanos; una división de poderes para que el poder, que es quien puede, detenga al poder y evite su abuso…”
¿Qué nos propone hoy López Obrador? Una Constitución muriente, sin leyes que valgan, sin garantía de procesos electorales equitativos y limpios, sin transparencia ni derecho a la información, con el Ejército omnipresente, sin contrapesos, precisamente una que deje inermes a los ciudadanos, sin nada que “detenga al poder y evite su abuso”.
Ahora más que nunca queda claro que de eso se trata la próxima elección presidencial: de que la Constitución, nuestra Ley Fundamental, tal y como la conocemos, viva o muera.
@ArielGonzlez
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