Al momento en que me dispongo a escribir sobre el pasado 25 de noviembre: Día Mundial de la Eliminación de la Violencia contra las mujeres, hay en mi interior una resistencia a hablar sobre el tema, producto tal vez de la gran saturación que existe en mi mente sobre los casos de violencia que se presentan cotidianamente en los medios y en las redes sociales. Es como si una serie de interrogantes se agolparan en mi cerebro, como una serie de preguntas sin respuesta que durante años me he venido haciendo sobre el recrudecimiento de la violencia en el mundo. Como si el mundo no hubiese sido violento desde siempre. Pero, ¿por qué ahora es tan notoria al violencia? ¿Es acaso por la inmediatez que envuelve nuestro mundo? No puedo responder ninguna de estas preguntas.
Desde 1993, -30 años- comencé a saber de las muertas de Juárez, como se conoció en el mundo entero el drama de esa frontera donde ha vivido parte de mi familia y en la cual, me fue posible conocer de primera mano la infinidad de hipótesis que se manejaron sobre el caso; dialogué con el movimiento 8 de marzo que encabezó Esther Chávez Cano, con quien platiqué en su casa y quien apuntaba en aquel tiempo que los niños que habían crecido en el abandono o en condiciones del síndrome del niño maltratado, eran quienes ahora vengaban en las mujeres aquel trato; con aquel grupo de mujeres apostadas en la puerta de la Procuraduría lideradas por Judith Galarza, organizadas, pero nunca obtuvieron respuestas claras; y en el interior de las instituciones judiciales, Antonieta Esparza, una fiscal nombrada a propósito para la investigación y con quien, por una amistad de muchos años se me facilitó una larga entrevista que no dejó entrever nada de lo que había en el abismo del caso. Mirar en el interior era mirar un hoyo más negro que la oscuridad.
Mi primer acercamiento al caso se había dado a través de Sara Lovera y el grupo de periodistas de Doble Jornada en 1994, y ofrecí un puente informativo entre mi hermano, fotoperiodista afincado en Juárez y las periodistas del periódico La Jornada, en un simposium feminista en el que había estado presente, además de Marcela Largarde, feminista a todas luces de la izquierda, Lydia Cacho, a la sazón discreta respecto de su tema: la trata de mujeres, de lo cual poco se sabía pero inquietaba la desaparición de jovencitas y niñas a lo largo y ancho del país. Era un tema tan convulso en ese momento, como lo es ahora. Después de 30 años la violencia contra las mujeres es peor y mas lucida, esto es, más abierta al espectador de los medios y las redes. Como si los medios obtuvieran regalías y las redes, más likes, se desayuna, se come y se cena con escenas cada día más cercanas al cine gore o a videos snuff.
Esa fue una de las primeras hipótesis: las mujeres muertas de Juárez, eran filmadas o grabadas por videoastas snuff que lucraban en el lejano oriente y sureste asiático, donde el poder ecónomico de su despunte, permitía comercializar este tipo de videos. Es muy probable que así haya sido, en los primeros casos que fue documentando el periodismo local, pero aquel territorio era un lodazal en el cual, políticos y empresarios resultaron salpicados y cuyos nombres jamás se revelaron pero son parte de los corrillos de Juárez.
Se habló de un asesino serial, de veteranos en sicosis de guerra, que cruzaban la frontera a enfiestarse, nombres como los Toltecas, “el Egipcio” y otros más, se manejaron como responsables de aquel fenómeno por demás siniestro, pues era frecuente el hallazgo fortuito de cadáveres torturados y mutilados de mujeres en diversos rincones de la ciudad, y de su periferia como Lomas de Poleo y Lote Bravo donde la imágenes de mujeres calcinadas por el sol del desierto o devoradas por la fauna del mismo, eran el centro de atención, por lo cual se hizo venir agentes de la Scotland Yard, de la policía de investigación española y del FBI como colaboradores de las indagatorias y sin embargo, la eficiencia de dichas instancias topó con el muro de contención del mar de corrupción que ha habitado las entrañas de la administración de justicia de nuestro país.
Entonces parecía que los asesinatos de mujeres se localizaban únicamente en ese lugar, sin embargo, como diáspora se fueron extendiendo al resto del territorio. Más de 500 casos se registraron en la frontera, la mayor parte impunes. La frontera de Juárez, para mayores referencias, alberga una población mayoritariamente femenina y joven que proviene del centro y sur de México, atraída por el empleo en maquiladoras de producción estadunidense, núcleos de producción infrahumana, que se promovieron hace cincuenta años como la panacea del desarrollo social que ante todo, propició la sobrexplotación de mano de obra femenina; algunas activistas y el imaginario colectivo afirman que el desplazamiento de los hombres de esas fuentes de trabajo ha despertado en ellos, el conflicto intersexual y la misoginia.
Hace unos meses estuve en Ciudad Juárez y su pervertida imagen no ha cambiado en absoluto, ahora agudizada por la presencia de miles de migrantes centroamericanos que se han apropiado de su centro histórico, un espacio en el que se resguardaba lo mejor de su papel en la Historia de México, ahora transformado por la violencia que diariamente ejercen los vecinos del norte cuando le niegan la entrada a quienes solo quieren pan. Dejo ahí esas imágenes ya conocidas de esta década para ir a otra parte del gran abanico de la violencia ejercida hacia las mujeres.
¿Es posible eliminar la violencia contra las mujeres cuando son las propias mujeres las que muchas veces ejercen esa violencia contra su propio género? Esta pregunta resulta contradictoria y puede parecer aún más violenta cuando la sororidad es un concepto que pocas y pocos conocen en el mundo contemporáneo. Curiosamente, en los últimos tiempos, se han creado miles de géneros pero este término es desconocido por una gran mayoría.
Fue a Marcela Lagarde a quien escuché por primera vez hablar de sororidad. Me quedó muy claro que es una tipo de fraternidad de mujeres. Entonces me di cuenta que las mujeres en general no practican mucho la complicidad con las demás. Durante años he observado que suegra y cuñadas son las primeras enemigas de una nueva integrante de la familia por matrimonio. No me equivoco al afirmar que la peor enemiga de una mujer es su propio género. Me apena pensarlo y más decirlo.
Cuando el único hijo de mi madre contrajo matrimonio el consejo femenino de mi familia habló de manera determinante con nuestra progenitora para prohibirle terminantemente meterse con su nuera y lo cumplió cabalmente hasta el fin de sus días. Pese a todo lo que observaba, a veces doloroso para ella como madre, nunca intervino y profesé gran admiración por su actitud alienada de la vida familiar de su único hijo.
En la larga historia de las relaciones entre mujeres, son notables las historias de rivalidades y celos en los harenes de los sultanes y sátrapas, como entre las concubinas ancenstrales y modernas. En los orígenes del clasismo excluyente de nuestra sociedad mexicana, se encuentra el arribo en los años de la Conquista, de las mujeres españolas celosas y supremacistas frente al atractivo que los conquistadores sentían por la conducta sumisa y tierna de las mujeres indígenas que los atendían solícitas como jamás los habían tratado antes.
Aunque las leyes se han actualizado en conceptos y penas mayores para el feminicidio o femicidio, las psicopatías sociales pese a lo que se diga de la influyente convivencia social en la escuela, se originan en el seno de la familia y sus relaciones, y de manera particular en la figura materna, figura fundacional de nuestra existencia física y social. No es gratuito, como apuntan las estadísticas, que la mayoría de los femicidios se perpetran en casa y por parejas o acompañantes de las mujeres. El mayor riesgo para las mujeres lo tienen en casa. Como mujeres cabezas de familia, como se da en gran número en Mexico, corresponde hacer una reflexión sobre, ¿cuál es la imagen que tienen los niños y los jóvenes de sus propios padres, que se tratan con violencia? Buena tarea para comenzar a erradicar la violencia social.