Daniel de la Fuente
A caso un centenar de chicos de una secundaria de la Ciudad eran los asistentes a la conferencia que impartiría en la Feria Internacional del Libro de Monterrey este arqueólogo sobre sus exploraciones del mundo prehispánico.
Lo acompañaba Marcela Beltrán, directora de la Biblioteca Cervantina del Tec de Monterrey, quien sonreía durante la lectura que hicieron del currículum, una sinopsis, del que muy seguramente es el arqueólogo más célebre del siglo 20 mexicano.
De estatura menuda, calvo, de barba rala y entrecana, Eduardo Matos Moctezuma también sonreía: incluso a alguien de su dimensión le apenan las menciones extensas de sus reconocimientos.
Conforme pasaron los minutos y Eduardo describió algunos de sus proyectos que buscan develar mundos antiguos, los chicos se mostraron muy interesados. Uno de ellos hasta le dijo: “¿Qué se siente ser el arqueólogo más importante de México?”.
“Siempre me dicen eso”, dirá después mientras bebe un café con azúcar “del sobre amarillito”.
“Y siempre respondo: ‘Quizá soy el más conocido -me tocó por años dar todos los martes a la una de la tarde información sobre lo que se iba descubriendo en el Templo Mayor; salía en la tele, en la radio, en la prensa-, pero de eso a que sea el más importante, para nada.
“Ahí están Leonardo López Luján, quien está a cargo del proyecto del Templo Mayor, y así como nosotros estamos dedicados al mundo mexica hay otros colegas muy importantes orientados al mundo maya, del que conozco poco”.
Más tarde, hablará de otro que fue fundamental para la historia de la arqueología, Manuel Gamio, fallecido en 1960.
Sin embargo, el fundador del Proyecto Templo Mayor, que ha desenterrado durante 45 años a la antigua Tenochtitlan, sabe que su dimensión es otra, de ahí que le haya sido entregado el Premio Princesa de Asturias 2022 de Ciencias Sociales y, junto con el también arqueólogo López Luján, nombrado miembro honorario internacional de la Academia Americana de Artes y Ciencias, de la que han formado parte personajes como Benjamin Franklin, Albert Einstein y Margaret Mead.
Leyenda mundial por donde se le vea, Eduardo es actualmente el arqueólogo Mayor de México.
Contrario a la oportunidad que tienen estos chicos de secundaria de escuchar al arqueólogo, Eduardo no tuvo esa posibilidad en sus años infantiles.
El hijo “de en medio” de la ama de casa Edith Moctezuma y del diplomático Rafael Matos aspiró a ser no tanto sacerdote, sino hermano de escuelas lasallistas, influenciado por sus maestros, pero esta idea desapareció a los 15 años.
“Mientras que mamá era de Puebla, papá era dominicano, fue Embajador de República Dominicana, lo que me permitió vivir en ese país, Panamá, Venezuela, Honduras.
“Yo nací en México y, cuando él se retiró, nos quedamos aquí”, cuenta.
Muchos años después este niño nacido el 11 de diciembre de 1940 se enteraría de la paradoja que acompañaría su vida: a decir de su madre, muy probablemente descienden del Emperador Moctezuma, a quien le tocó la llegada de los españoles.
“El apellido no es común”, sonríe. “Sabemos que, al momento de la Conquista, el nombre del emperador se convierte en apellido, que encuentras no sólo en Puebla, de dónde era mi madre, sino en Tlaxcala, San Luis Potosí y en la Ciudad de México”.
Esta situación dio pie para que el reconocido escritor Gustavo Sainz llevara a Eduardo a ser personaje de su novela Los fantasmas del Templo Mayor: “Según él era mi vida”, cuenta el arqueólogo, “me estuvo entrevistando y algunas partes sí, son verdad, pero otras es novelado.
“Me puso de nombre Reyes Moctezuma y que, por el apellido, estaba destinado a excavar en el Templo Mayor”.
De hecho, la revista Time lo bautizó alguna vez como “Moctezuma III”. Y no, como se decía, Eduardo no tuvo charlas en su escuela de arqueólogos eminentes, sino que la vocación que lo consagraría la encontró en un libro que le prestó en la prepa su amigo Luis Alberto Vargas, médico y antropólogo que acaba de morir hace poco en España, donde se encontraba para impartir un curso: era Dioses, tumbas y sabios, del alemán C. W. Ceram.
“Trataba de sociedades antiguas: Mesopotamia, Mesoamérica, Egipto”, recuerda Eduardo. “De hecho fue por Egipto que decidí que iba a estudiar arqueología, porque estuve indeciso mucho tiempo”.
Sus padres, que eran muy liberales -lo dejaban fumar pipa desde la secundaria- se quedaron pasmados cuando el chico les dijo que estudiaría arqueología, siendo que ellos esperaban de él profesiones como químico, médico, abogado.
“Oye, hijo”, le dijo el papá, “está bien que estudies eso, pero ¿no sería bueno también que pasaras por algún curso bancario o comercial?”.
Desconcertado, Eduardo volvió con el amigo que le prestó el libro revelador: “Mis papás creen que me voy a morir de hambre”, le dijo.
Y Luis Alberto, cuenta el futuro arqueólogo Mayor, le dio la que él considera la respuesta más sabia que ha escuchado en sus casi 83 años de vida: “A lo mejor te mueres de hambre, pero te vas a morir contento porque hiciste lo que quisiste”.
Al día siguiente, y con miras estudiar arqueología, Eduardo se inscribió en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de la Ciudad de México.
El primer hallazgo que Eduardo realizó en su vida fue en Tlatelolco, en 1962, cuando aún era estudiante: se trató de un entierro, un esqueleto con una ofenda. Esto no es algo que él ande contando, sino la respuesta a la pregunta de uno de los chicos de secundaria que aquella mañana en la FIL se mostraban por demás entusiastas ante la plática del arqueólogo.
“Lo ven como un Indiana Jones…”, bromeó uno de los maestros, aun cuando desde hace años Eduardo ya no participa en excavaciones.
Luego de su charla, el arqueólogo ampliaría la anécdota de aquel primer descubrimiento.
“Sentí mucha responsabilidad con aquel hallazgo, porque desde la escuela te inculcan la idea de que estás trabajando con patrimonio y debes hacerlo con mucho cuidado”.
Esta forma de ser lo llevaría de manera natural a las excavaciones en pleno Centro Histórico de la capital del País que, el 21 de febrero de 1978, tuvieron su mayor momento con el descubrimiento del monolito de la diosa Coyolxauhqui, suceso que inauguraría el Proyecto Templo Mayor y que Eduardo preside desde entonces.
Dentro de las excavaciones encabezadas por él se descubrieron monolitos, pinturas murales y ofrendas que han ayudado a lograr una mejor comprensión de la ideología y la religión mexicas, de ahí que su actual director y continuador de la obra de su maestro, Leonardo López Luján, dijera a EL NORTE el año pasado que ve a Eduardo como un individuo ‘todo terreno’: un investigador de clase mundial, divulgador carismático que cautiva a las audiencias, hombre institucional, funcionario con una ética a toda prueba, maestro generoso y gestor cultural cuya huella quedará indeleble por generaciones.
“Nos ha legado un mundo mejor”, afirmó entonces y destacó su capacidad de ver a la arqueología como una práctica colectiva y multidisciplinaria en la que participan geólogos, biólogos y expertos que interpretan los materiales que van apareciendo.
Eduardo ha participado también en sitios como Comalcalco, Tepeapulco, Bonampak, Cholula, Coacalco, Tula y Teotihuacan, además de ser director del Museo Nacional de Antropología y del Museo del Templo Mayor.
También es autor de decenas de libros, entre ellos El Templo Mayor de los aztecas, Muerte a filo de obsidiana, Estudios mexicas y La muerte entre los mexicas. De hecho, en breve publicará uno más sobre Tenochtitlan, Templo Mayor y Teotihuacan, otro sobre una expo del escultor Sebastián inspirada en el Chac Mool y otro más sobre la muerte en Mesoamérica.
“Como verá, desocupado no estoy”, comenta el investigador, quien siempre ha reconocido su pasión por la literatura, en especial la poesía.
“Desde jovencito empecé a leer libros de Kafka, Hermann Hesse, pero mi poeta favorito es Rainer Maria Rilke -de hecho, mi hijo se llama Rainer-. “Lo conocí a los 18 años porque una novia me dio uno de sus libros: era Cartas a un joven poeta, espléndido. Son 10 cartas breves, pero maravillosas, sobre todo la cuatro y la siete, porque ahí aconseja al joven sobre la vida, el amor, la soledad.
“Cuando empecé a leerlo dije: ‘¡Así pienso yo!’”. El también lector de Elegías de Duino, otro libro fundamental de Rilke, dice que si él le diera algún consejo a un joven arqueólogo sería la honestidad.
“Poner énfasis en la no manipulación de la historia”, lo que alude a las críticas que hizo el Gobierno federal al celebrar el 13 de mayo del 2021 los “700 años” de la fundación de Tenochtitlan.
“Ese año de fundación (1321) no está registrado en ninguna fuente histórica”, dijo Eduardo en esa ocasión. “La mayoría de las fuentes históricas, aunque hay ciertas divergencias, apunta que ocurrió hacia 1325. Creo que deberían ser más cautos en este aspecto quienes plantean el famoso 1321 para engancharse con 1521, 1821 y 2021, lo cual es manipular la historia”.
Esto de la manipulación lo repitió un año después, en la entrega del Reconocimiento Universitario, galardón de la UNAM. No ha sido su único enfrentamiento con el poder. Acaso no sea el último.
“Esto es lo que le diría al aprendiz, lo más importante”, repite este “tlatoani” de la arqueología que ha arrojado luz sobre piedras milenarias para entender sus significados y guardado silencio para escuchar lo que dicen las voces antiguas.
“Honestidad, no a la manipulación”.