Terminadas las entrevistas de candidatos, a la Junta de Gobierno de la UNAM solo le queda su más importante responsabilidad: decidir quién sucederá a Enrique Graue en la Rectoría.
Si sus integrantes son consecuentes con su responsabilidad institucional, probarán un método de selección para nada obsoleto o antidemocrático, como lo denuncian el candidato Imanol Ordorika y varios integrantes de la 4T.
Si, por el contrario, los 15 notables bailan al ritmo del grupo universitario dominante –De la Fuente-Narro-Graue– , entonces probablemente esta sea la última elección del rector por una Junta (universitaria) de Gobierno, pues ante el error vendrá la reacción gubernamental, cuya finalidad será la reforma de la Ley Orgánica de la UNAM se pretende con el Poder Judicial de la Federación.
La Universidad está, como todo el país, en un momento crítico porque a pesar de los “apolíticos” de la junta, ésta forma parte de la ingeniería institucional de México, sometida a revisión y transformación, por el presidente López Obrador y su grupo.
Los mensajes del Ejecutivo contra la UNAM han sido transparentes y claros: Ni puede seguir en manos del mismo grupo que la llevó por la senda del neoliberalismo, el grupo que comanda su ex colaborador Juan Ramón de la Fuente, ni puede mantenerse desvinculada de la discusión de los grandes temas nacionales como ha ocurrido desde la huelga de 1999, ni tampoco puede seguir formando profesionistas sin conciencia social, como los doctores de hospital preparados en su Facultad de Medicina, que solo piensan en la práctica privada y no quieren trabajar ni en zonas marginadas ni en comunidades rurales, porque ahí no hay fortunas que amasar. Por ejemplo.
Equivocada o exagerada, esa es la visión del presidente sobre la institución; una muy parecida a la que expresa del Poder Judicial y en especial de los ministros de la Suprema Corte.
El rector Graue no comprendió los mensajes presidenciales.
Primero, no supo colocar a la UNAM en una posición de mayor autoridad moral frente a la crítica gubernamental y, después, organizó la sucesión acaparando las candidaturas, impulsando a inscribirse a la mitad de su equipo de colaboradores y, generando con ello, la impresión de un proceso con dados cargados, pues para rematar, casi la totalidad de los miembros de la Junta de Gobierno, 15 de 16, llegaron al cargo durante sus ocho años como Rector.
Graue quiere continuismo, que no continuidad, para mantener la preponderancia de su grupo, el mismo al que López Obrador desprecia, para seguir controlando la UNAM y también para cubrirse las espaldas por las acusaciones que desde el poder ha recibido.
El problema de su plan es que, además del desgaste de su grupo y la guerra contra el gobierno lopezobradorista implícita en el continuismo, ninguno de esos candidatos: Leonardo Lomelí, Patricia Dávila, Luis Álvarez Icaza, William Lee,
Guadalupe Valencia o Imanol Ordorika, tiene la formación y la experiencia necesarias para contemporizar con el gobierno lopezobradorista, sin someter a la UNAM ni impedir que la tomen por asalto las huestes de Morena.
Ninguno de los “muchachos” de Enrique Graue, tiene experiencia política y administrativa fuera de la Universidad; todos son burócratas universitarios o ratones de biblioteca que nunca han caminado en serio el mundo exterior; menos en el mundo de la real politik, como sí lo habían hecho De la Fuente y Narro antes de ser rectores.
Por lo tanto, ninguno podría conducir a la UNAM en el escenario que viene, sin entregar su autonomía y convertir a la institución en una versión gigante de lo que hoy es el CIDE.
Así, la Junta de Gobierno de la UNAM ya puede darse una idea de hacia dónde empujará a la institución si decide jugar el juego de Enrique Graue y elige a alguno de los candidatos del continuismo para suceder al cuestionado médico, que fue incapaz hasta de cerrar el caso de Yasmin Esquivel, para evitar heredarlo a quien lo suceda.