Desde pequeña, la vida me llevó de la mano y por mis ojos, por los senderos de la historia, de las historias que ocurrían a mi alrededor, en aquellos años, ya lejanos, de las historias de mis vecinos y después, de las historias que leí en aquellas novelas ilustradas que se vendían, según mi padre, en lo que se llamaban pasquines, además en un viejo libro que transitaba por el librero de mi casa, que era la historia de los casos penales de Samuel Leibowitz, un abogado judío de Nueva York, que había defendido a los muchachos de Scottsboro; unos adolescentes que habían sido acusados de ejercer violencia contra una mujer blanca y serían sentenciados a la horca, la pena capital, en aquellos años de la segregación racial en Estados Unidos.
Asi que, cuando mis compañeritos salían a recreo yo sacaba mi libro de la mochila y seguía con mi lectura, que nadie interrumpía mas que el profesor que me recogía el libro y lo ponía sobre su escritorio hasta la hora de salida. Me había enviciado en la lectura desde que comencé a conocer las letras y empecé a leer las primeras sílabas. Pero las historias de todo el mundo también fueron poblando mis pensamientos cuando apenas era una púber.
Dado que mi padre, nos había prohibido ver televisión, durante nuestra infancia veíamos clandestinamente aquellos programas que la incipiente televisora mexicana comenzaba a producir o los que se importaban deEstados Unidos, entonces monopolizador de la producción cinematográfica y televisiva, como “Amo a Lucy”, “Dimensión desconocida”, “Combate” con Vic Morrow, “Los intocables” de Robert Stack y muchos más.
Aquel veto paterno no implicó a la radio, por lo que mis hermanitos y yo, cada tarde cuando Consuelo planchaba la ropa, nos acercábamos al aparato de radio para escuchar las radionovelas como La Historia de la Casa Roja, Una Flor en el Pantano, etc., en las que destacaban las voces de Arturo de Córdoba, el galán radiofónico: José Antonio Cosío, Amparo Garrido, Alicia Rodríguez y Aurora Molina, actriz española que guardó su ceceo para siempre. Ahora agradezco aquella educación plagada de prohibiciones sin las cuales mi imaginación no habría sido la misma y de la que gozo hoy cuando leo, cuando escribo y cuando veo cinedramas y culebrones como los que ofrecían las televisoras mexicanas.
Este año, se dice, serán 65 años de que nacieron los primeros teleteatros que antes se denominaban común e incorrectamente, “comedias”. El menosprecio cultural de las clases “cultas” fue herencia de las radionovelas, que los primeros creadores del género denominaron “soap opera” ópera de jabón porque los patrocinadores de aquellos programas eran los productores de detergentes y jabones para lavar, y eran el ingrediente con que las mujeres, en la división social del trabajo, eran en ese tiempo, ante todo, amas de casa, amenizaban sus quehaceres durante las mañanas. La inclusión masiva de las mujeres al trabajo fuera de casa, fue, en los años 60 consecuencia de las eternas crisis económicas que se han vivido sin cambios en los últimos setenta años; las mujeres salieron de casa a trabajar y muchos hombres emigraron al país del sueño americano.
Como el monopolio de la familia Azcárraga aprendió la fórmula en la época de oro del cine, y le funcionó, todavía creen que sigue funcionando y no es así. Aquellas crisis también impactaron la calidad de las producciones radiofónicas y televisivas, como el cine mexicano que terminó en el vodevil de ficheras y pulquerías. Nadie se ocupó de resguardar la calidad de aquel producto de masas y la industria televisiva sin competencia obtuvo grandes ganancias, factor que movieron titiriteros como Raúl Velasco en México. Cada país, miembro de la OTI creó su propio arlequín y con ello mantuvieron a las masas al margen de la realidad social que cada día carcome los avances del conocimiento y deglute a la ciencia sin que nadie pueda defendernos de su invasión y conquista, porque los comunicólogos se han puesto al servicio de los media y cualquier texto que se encuentre sobre esta historia, es un trabajo escolar acritico, exiguo y descriptivo de un grupo de estudiantes de quinto semestre de Comunicación de cualquier universidad. Un análisis sobre el rol de los mass media en México no lo encuentro en ninguna parte como no sea una investigación escolar y no quisiera decirlo porque duele, pero nadie se ha ocupado del tema en lo últimos 40 años, porque a quienes estudian comunicaciones sólo han llegado para manejar consolas y micrófonos o quienes tenían la aspiración de ser conductores de televisión, llegaron a tierra de Jauja.
Así, el campo del teleteatro quedó como un baldío en el que se creó un remedo de escuela de actores que sólo hacen ejercicios fisicos para salir a cuadro, poners en forma cuando los primeros teleteatros fueron llenados con gente que provenía del teatro o del cine de la época del Indio o de los Soler; cabe suponer que, la formación de un actor implica manejo de emociones y creación de personajes. Los egresados de estas pseudoacademias de actuación, no actúan, en la vida real hablan igual que sus personajes y para muestra tres botoncitos: Arath de la Torre, Jaime Camil y Eduardo Yáñez; si son chistosos o violentos y groseros en la vida real, hacen el mismo papel en la telenovela.
Los productores aprovechan sus cualidades y virtudes, pero no su talento. En realidad el actor de carrera es un creativo de personajes en los que hay personalidad y una interioridad que se ve en la escena de una historia, y allí están las trayectorias de Leonardo Dicaprio o De Niro. Pero esos pseudoactores, no son mas que marionetas que repiten mal lo que les dicta el apuntador o chícharo, el guionista o el escritor de esketches. Son notables las “actuaciones” de Colunga, Yañez y Camil quienes se asumen como los galanes imprescindibles. Igualmente puede decirse de Angélica Vale en la versión mexicana de Betty la Fea la cual llevó al género fársico del peor sainete.
Hace 65 años el mundo televisivo engendró un género cuyo parentesco con la literatura como el melodrama, le dio cierta alcurnia no del todo aceptada por los escritores de la que, de algún modo todos aprendimos algo sobre la vida y otros mundos, geográficos e históricos o sentimentales y emocionales. La literatura nos educó para la vida a las generaciones como la mía y las anteriores. El mundo de nuestra adolescencia estuvo más poblado por los héroes clásicos como el Héctor de la Ilíada y Edmundo Dantés, el conde de Montecristo o Ema Bovary. Esos fueron las figuras que nos dijeron y hablaron de cómo es el mundo fuera de las cuatro paredes de nuestras casas paternas. Pero a partir de 1960, más específicamente cuando la televisión tuvo una mayor cobertura, las telenovelas, precedidas por el teleteatro y antes por las radionovelas que inundaron nuestra imaginación adolescente, fueron referentes de gran influencia en la sociedad mexicana y muy especialmente sin saberlo, una nueva educación sentimental estaba entrando en la sala de nuestras casas. Indiscriminadamente, las telenovelas se habían apropiado de aquel espacio principal de las casas mexicanas y de la mentalidad de las familias que religiosamente las veían y las ven a diario. (continuará)