- Crónica en La Habana, del libro en preparación
- El viaje a Cuba en 1998 con Mariano Palacios
- Una frase de Castro explicaría el México actual
- La obligación de los partidos conservar el poder
La Habana, 1998.
De pronto apareció Fidel Castro vestido de Fidel Castro, todo de verde, de quepí, en el emblemático uniforme de batalla -como recién estrenado- con las estrellas, los olivos y la historia sobre sus hombros. El último guerrillero del Siglo XX cenaría con un grupo de mexicanos, encabezados por el dirigente nacional del PRI, el queretano Mariano Palacios Alcocer y el entonces embajador Pedro Joaquín Coldwell. Leyenda viva, el comandante y presidente de Cuba, del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros, fundador y primer secretario del Partido Comunista, estaba aún en plenitud física y política. Pontificó, bromeó, cenó y bebió a lo largo de unas cinco horas en el comedor del Palacio de la Revolución, mostrando un gran conocimiento sobre México, sus personajes y hechos recientes como los daños meteorológicos en Chiapas o un grupo de golpeados en el Zócalo del DF, hoy Ciudad de México. Amigo de los presidentes Lázaro Cárdenas, Adolfo López Mateos, Luis Echeverría y José López Portillo, el viejo dictador recibió, desde que eran secretarios a Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo. “No vino Colosio; no tuvo tiempo”, dijo el hombre que hizo triunfar a la Revolución Cubana el 1 de enero de 1959, derrocando a Fulgencio Batista.
Fidel Castro, en persona.
Historia viva por más de medio siglo, al lado de Ernesto “Ché” Guevara y en memorables alianzas o disputas con Nikita Kruschev, Charles De Gaulle y John F. Kennedy.
Fue entre la noche del jueves 1 de octubre de 1998 y el amanecer del día siguiente cuando tuvimos la oportunidad de cenar con él, convocados por Mariano, que era también presidente de la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COPPPAL), junto con su esposa Anita González y el ex presidente del PRI Gustavo Carvajal, viejo amigo del comandante Castro.
Llegamos al Aeropuerto “José Martí” desde el miércoles, con las atenciones del vicejefe de Relaciones Internacionales, José Arbesu; el jefe de los departamentos Ideológico y de Relaciones Internacionales, José R. Balaguer Cabrera y el inolvidable historiador Eusebio Leal, ya fallecido. Con ellos visitamos al ministro de Economía y Finanzas, José Luis Rodríguez, y al de Cultura, Abel Prieto, así como al presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, el eterno Ricardo Alarcón de Quesada, que contaron ufanos los logros de la Revolución, pero lo más destacado sería el encuentro con el mítico Fidel. Lo esperábamos en un salón de recepciones, en amena charla con el vicepresidente Carlos Lage Dávila y el secretario particular y posterior canciller, Felipe Pérez Roque, sus hombres de mayor confianza, defenestrados años después.
“Ya viene”, avisó un militar.
Sobreviviente de docenas de atentados (decían que vivía de noche y que nunca dormía en el mismo lugar), el jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias llegó “con toda la mar detrás”. Antes de pasar a la mesa saludó de uno por uno a los políticos y colaboradores, entre los que estaban El Armero Sergio Arturo Venegas Ramírez y el que esto escribe.
El hombre de verde olivo se sentó frente a Palacios y el vicepresidente Lage, flanqueado por el embajador Pedro Joaquín Coldwell y Anita González. Ofreció y degustó un vino de Rivera del Duero y un Monte Xanic. “Vamos a ver qué tal está el de México. La canciller Rosario Green me envió dos botellas”. ¿Dos cajas? Preguntó Mariano. “Dos botellas” reiteró. “Abriremos una y si está bueno me guardaré la otra” bromeó. Se consumieron esas y más a lo largo de las cinco horas.
Que había tenido problemas gastrointestinales, confiaron los suyos, pero no dio trazas de ello. Comió de todo: lo mismo melón, que ensalada, cordero, queso y pan. Otro mundo, otra realidad en la Isla.
Indagador frenético, quiso saber más de los mexicanos y lanzó preguntas inesperadas, como aquella de “¿Cuál es el consumo per cápita de maíz en México?” Cinco kilos, respondió Palacios. Fidel Castro entrecerró los ojos, se mesó la barba aún negra, hizo cuentas sobre el último censo y la producción nacional e importación de granos, antes de soltar un “No me da”. Mariano, de reflejos rápidos, volteó a la derecha, en donde ya dormitaba Gustavo Carvajal con sus 140 kilos de PRI, y reviró: “Bueno, algunos comen más”. El comandante se carcajeó.
Y luego los temas políticos. Fidel Castro sabía de Vicente Fox, de Diego Fernández de Cevallos y de Carlos Medina Plascencia que lo había visitado en La Habana. Se interesaba en Cuauhtémoc Cárdenas, jefe de la capital y aspirante a la Presidencia. “Está muy bien en las encuestas. Es muy conocido” dice. También Lucha Villa y no ganaría, revira el entonces dirigente priísta. Pregunta el jefe cubano sobre “las primarias” de los partidos y advierte que “la obligación de los partidos es conservar el poder”.
Tiene profundas memorias de México, en donde alimentó sus sueños libertarios. Recuerda especialmente la Ciudad de México: “Por ahí pasaron todos los revolucionarios”. Conserva grandes afectos, como el de Gabriel García Márquez, pero se queja de Carlos Fuentes, de Elena Poniatowska y Jorge Castañeda, que firmaron un desplegado en su contra por un problema de balseros regresados de las costas de Tamaulipas a Cuba.
“¡Qué amigos tiene Gabo! Se lo voy a decir. Podrían mejor defender a los mexicanos, que son expulsados y maltratados en Estados Unidos”. Revela que García Márquez le envía a leer algunos borradores y que le ha corregido datos sobre las armas y su alcance.
Los colaboradores de Castro hablan solamente cuando él se los pide. Ni falta hace. El vicepresidente Lage cabeceaba a la media noche. Llegó hace unas horas de Roma.
Fidel, entero. Se regodea en su leyenda –“Fidel, qué tiene Fidel que los americanos no pueden con él” corean sus fanáticos- y dice que en un reciente encuentro de países el vicepresidente estadounidense Al Gore rodeó la mesa para no saludarlo. Cuenta el líder cubano que en su juventud cruzó de mojado para llegar a los Estados Unidos. “El Río Bravo estaba bajito”. Evoca con cariño la ayuda económica de una cubana casada con un rico que vivía “cerca de Insurgentes, por el Monumento a la Revolución”.
De eso y más habló Fidel Castro aquella larga noche, en la que, ya de despedida, obsequió un ron elaborado especialmente para él: “La Isla del Tesoro”, envasado en botellas redondas, de cerámica, con su respectivo recetario de cocteles.
-A ti no te doy, tú ya tienes, le advirtió a su amigo Gustavo Carvajal, que dicen apoyó a Cuba en tiempos de López Portillo y alentó la insurgencia sandinista en Nicaragua, pero esa es otra historia. La de este texto y otros muchos se llama Fidel Alejandro Castro Ruz, que heredó formalmente la Presidencia a su hermano Raúl en 2008 y todavía Dios le dio permiso de recibir al Papa Francisco en casa en 2015 y entregarle una escultura de Cristo en una cruz hecha con remos, obra del artista cubano Alexis Leyva Machado (K’cho).
El comandante –nacido en Birán, Mayari el 13 de agosto de 1926- murió en La Habana el 25 de noviembre de 2016, a pesar de que muchos cubanos pensaban que era inmortal. Hace 25 años cenamos con un personaje que ya era y es historia.
Sin embargo, muchas frases de entonces podrían explicar el México de hoy. Especialmente esa de “la obligación de los partidos es conservar el poder”.
Como para La Mañanera.