Solamente una vez vi a un pueblo entero, en una gigantesca manifestación de duelo colectivo, cercana al dolor de la orfandad.
Fue en La Habana, en noviembre de 2017 cuando ocurrió lo impensable para los millones de cubanos nacidos después del triunfo castrista de 1959. Se murió Fidel. Quizá a 90 millas de allí, en Miami, muchos se embriagaron de felicidad por la caída final del dictador. Había llegado su hora final.
Un hombre extremadamente flaco, al pie del monumento a José Martí, me tomó de los brazos y con sus garrudos dedos alambrados y ante mi pregunta me dijo:
–¿Usted sabe lo que es quedarse sin nada?
Aquella noche una multitud estupefacta se sentía huérfana y ensombrecida. Era como si la luz del faro náutico se hubiera apagado de pronto y la barca de sus destinos navegara en la horrible oscuridad.
Medio siglo de adoctrinamiento masivo, de hipnosis oratoria, de propaganda inclemente, los habían hecho dependientes del gran hombre. Fidel era Cuba y Cuba era Fidel.
Obviamente con las proporciones respetadas, quizá las palabras del Señor Presidente (a quien sus beatas le besan la mano como las meapilas al señor cura y los devotos de postín, al Papa), hayan causado un sentimiento inicial de orfandad en sus seguidores, porque una vez más el hombre cuyo último año en el cargo constitucional se inició apenas ayer, les dijo de su firme convicción de abandonar las tentaciones del poder y les prometió no ser jamás ni líder moral, ni caudillo, ni mucho menos cacique, ni poder tras el trono; ni Richelieu, ni Godoy. Nada.
Será hombre de libro y hamaca aturdido cuando mucho por el estruendo de los pájaros en la solariega finca de sonoro nombre allá en Palenque, muy cerca de la zona esplendorosa del pasado maya. Maya, como un tren futuro.
Si el presidente se va del todo, como dice y anuncia a cada rato, satisfecho por el cambio generacional y el perdurable vigor de sus afanes de transformación, hasta lograr bajo su ejemplo, inspiración y credo, la Cuarta Etapa Gloriosa de la Historia Nacional y el advenimiento de la patria feliz en cuya búsqueda llevamos más de 500 años, ¿quién ocupará su lugar?
Nadie.
Si queremos suponer el triunfo de la señora Sheinbaum, pues ella no recibió, como Mahoma, las palabras del Corán de la boca sagrada del arcángel Gabriel. Los textos, la doctrina y la interpretación del verbo sagrado de la Cuarta Transformación no son suyos. Ni siquiera le pertenecen a Don Andrés Manuel, no. Es la infalible palabra del pueblo.
El actual presidente sólo es un intérprete de la sabiduría intrínseca del México Profundo cuya hondura es inconmensurable y se mete hasta la raíz de la raza humana con los esplendores de nuestra cultura.
El señor Presidente nada más es un heredero, custodio, transmisor de sus valores, recipiendario de la joya cultural de nuestros pueblos originarios. De ahí derivan su potencia y su pureza, es el transmisor de tan valioso arcano.
Esa cultura es el verdadero tesoro cuyo valor no pudieron robarse ni los conquistadores ni los sucesivos conservadores, reaccionarios, clasistas y racistas cuyas manos a lo largo de las centurias, han ensuciado tantas páginas de nuestra historia, sin haber logrado jamás doblegar al indómito pueblo mexicano.
Todo eso ya lo sabemos.
Pero ahora ignoramos quién será el futuro Lord Protector, como Cromwell en la historia británica. ¿Quién certificará la pureza del tesoro, quien advertirá los riesgosos cambios en la ruta; quien nos dirá de los escollos y arrecifes en la oscuridad de la navegación?
Algunos miran hacia Noroña; otros hacia el riguroso historiador, Paco Taibo II.
Quien sabe, pero esa reiterada confirmación de ausencia, cuya fecha de ejecución marca para algunos el tiempo de la orfandad, acerca a otros al tiempo oscuro. A la negrura tenebrosa de marchar como peregrinos sin rumbo… pero con fe.