QUERETALIA
SEMANA SANTA EN QUERÉTARO 1867
Como el día 6 de marzo de 1867 era miércoles de ceniza, se ha pedido a los religiosos que la impartan en las líneas de defensa de los sitiados para recordarles que “polvo eres y en polvo te convertirás”.
Todavía las luces del alba no bañaban la ciudad cuando ya se escuchaban las campanas de los templos llamando a misa de cuatro para que acudieran los fieles al recordatorio de la ceniza. Desde su provisional alojamiento Maximiliano se desprendió por entre las todavía oscuras calles para dirigirse al Cerro de las Campanas. Va a caballo, rodeado de su Estado Mayor, sus oficiales de órdenes y de su secretario particular, a quien ha ordenado esté siempre a su lado por lo que pueda ocurrir en ese día que nada es seguro. También ocurrieron a ese punto el resto de tropas ocasionando pavor en los hogares el ronco rodar de los cañones, los cascos de la caballería chocando contra las piedras y la acompasada marcha de las infanterías por las calles en tinieblas, sobre todo por la hoy Hidalgo. La ciudad se quedó sin tropas, sólo quedaban guardias de servicio porque el ejército imperial había salido hacia el Cerro de Las Campanas. Ese miércoles de ceniza del 6 de marzo de 1867 comenzó el famoso Sitio de Querétaro.
Pero ¿cómo fueron los días santos en ese año en mi peregrina ciudad? El jueves santo cayó en 18 de abril y el viernes mayor en 19, sábado de Gloria en 20 y domingo de resurrección en 21, según las crónicas y diarios más fieles al importante suceso. Voy a referirme a ellos en las siguientes líneas.
Ese 18 de abril empeora más la situación en la plaza sitiada pues casi están secos los pozos por completo y el sol primaveral es calcinante. La sed se constituye en el jinete apocalíptico más feroz, a lo que se debe de enfrentar la población y, por tanto, la soldadesca, como si fuera nuncio de la muerte en el escenario de tragedia que vive Querétaro. Posesionados de la línea del Río en casi toda su extensión –menos en el Puente Grande y mesón de San Sebastián-,ni siquiera la caballada puede acercarse a beber en la pútrida agua. Muchos de los caballos moribundos por la sed, el hambre y las heridas, han sido sacrificados y con su carne se abastece la ración diaria a los soldados; también las mulas de las baterías se hallan en estado lastimoso, atadas días y noches, mal alimentadas, flacas y llenas de mataduras, pese a los cuidados que se les prodigan para contener su sufrimiento, el que las deja con un aspecto horroroso, por lo que son sacrificadas. Una pequeña porción de estos cárnicos llega al pueblo, el que tiene que pagar precios muy elevados.
Ante esta situación cunde más y más la desmoralización entre las tropas que ya no reciben ninguna clase de pago, lo que naturalmente obliga a muchos soldados a desertar, pasando a los republicanos que, si bien no viven en Jauja, sí tienen alguna satisfacción a sus necesidades elementales. Por culpa de que no se ha dado sanitaria sepultura a los cadáveres de humanos y bestias, la peste se apoderó de la levítica ciudad aumentando sus males, sumados a los que traen las tempranas lluvias que alivian el calor pero propagaban el escurrimiento de aguas negras y la descomposición de cuerpos de hombres y bestias.
El día 19 de abril, recibe en su casa Tomás Mejía a dos subordinados suyos, el coronel Silverio Ramírez y el comandante Adame, quienes le llevan una carta a nombre de la soldadesca en que pintan con colores vivos y un realismo espantable la situación de la plaza; ahí mismo le piden interceda ante Maximiliano para que éste entre en tratos con Mariano Escobedo a fin de que cese el sitio, toda vez, según dicen, que no es posible la conservación del Imperio en México, debiéndose por tanto dar por vencido para que acaben las penalidades de miles de seguidores y de la población misma. Recibió “Jamás Temió” la misiva y la importante petición y releyó todo concienzudamente; después tomó una resolución que se aproximaba a lo que se le había pedido: enviar la carta a Maximiliano para que éste conociera el sentir de los que a diario se mueren en la raya sosteniendo un moribundo Imperio. Apenas recibió la misiva el archiduque montó en cólera vivamente indignado contra los autores de la misma y –contrariando su costumbre de bondad y serenidad- da una disposición terminante: que se arreste y encarcele a éstos y a varios jefes y oficiales que pensaban como ellos y aguarden el juicio correspondiente por traición, porque según él, ya no tiene confianza en los suyos. Entre la tropa, estupefacta por lo que ocurre, se dejan oír palabras de apoyo a la hora del arresto, que fue a las tres de la tarde, para Silverio Ramírez y para Adame, argumentando la plebe que en las sesiones del consejo de guerra se ha propuesto lo mismo por los generales superiores y no pasa nada “¡Y tienen razón los que piensan así! “Lo que en el pobre es borrachera, en el rico es alegría”, dice el pueblo mexicano.
El 20 de abril se imponen nuevos préstamos forzosos a los vecinos. El rudo general Méndez manda llamar a los sospechosos de tener dinero a su oficina del palacio de la Corregidora, convertido en palacio departamental y en donde despachan los funcionarios que sirven a Maximiliano en lo administrativo. Entre los más prominentes sospechosos se encuentran don Bernabé Loyola y don Juan Rubio a quienes se les exigen mil pesos por cabeza, afirmando Loyola que no puede dar nada porque simplemente ya no tiene para dar; Rubio da quinientos esperando que sus deudores le paguen a la vez. Otro de los sospechosos era el agiotista Guadalupe Barragán, quien fue sacado de su escondite por un ayudante de Méndez, y quien no quiere dar los cincuenta pesos que se le impusieron. Entonces Méndez le dice que lo va a poner de pie encerrado en un círculo sin poderse mover fuera de él; si sale del círculo recibe de palos y se devuelve al redondel, en donde por cada hora que dure su rebeldía se le aumenta un peso más. Ante la amenaza responde el agiotista pagando inmediatamente. Otros vecinos se han escondido en los agujeros que cavaron en el interior de sus casas, las cuales son cateadas cruelmente por los ya odiosos imperialistas. Los vecinos que pueden huir a otro lado de la ciudad lo hacen dejando sus casas solas, pero son encontrados irremediablemente por los alcabaleros una vez que se interroga a sus vecinos y se les obliga a develar el paradero de los medrosos en el pago.
Miramón ha sufrido otra pérdida irreparable: su amigo el coronel Farquet, que resultó herido en la batalla por la garita de México, ya iba saliendo de sus males cuando una intempestiva gangrena puso fin a su vida. Los funerales tienen lugar el 20 de abril en San Francisco, a los que concurrieron muchos jefes y oficiales, en medio de imponentes coros, cientos de cirios encendidos y las notas impactantes del gran órgano catedralicio. En la humilde caja de madera se depositaron el cuerpo y la espada del bravo coronel, que fue metida en una tumba hecha en el mismo suelo de la catedral, la que Miramón roció de agua bendita para después separarse del grupo fúnebre y retirarse montando en su caballo con rumbo desconocido, sumamente triste pero resuelto a fungir como padrino de los dos huerfanitos hijos de Farquet, porque la esposa de éste había muerto poco antes en Morelia al dar a luz a su segundo hijo. Cabe resaltar que Farquet, al igual que Miramón, fue niño héroe en las batallas de Chapultepec y Churubusco, durante la invasión norteamericana.
Ha pasado el día 21 de abril sin que ningún acontecimiento lo señale y sólo por la noche ocurre algo insólito que pone en sobresalto a Maximiliano que se encuentra de por sí sumamente nervioso y pronto a tomar decisiones intempestivas. Parece que insidiosamente el general Ramón Méndez ha hecho creer al emperador que esta noche será arrestado –el propio Maximiliano- por Miramón, quien entrará en tratos con los juaristas para entregarlo, salvándose mediante este procedimiento. Inmediatamente se medio viste el monarca a tiempo que llama con urgencia a Félix de Salm Salm quien encuentra en paños menores a su jefe, el que le impone de la situación y le solicita tomar las medidas necesarias para contrarrestar la supuesta acción de El Macabeo.
En resumen, el pueblo queretano vivió de una manera muy triste su semana santa de 1867 en medio de las exacciones y violaciones a sus derechos por parte de los imperialistas y el cañoneo incesante de los republicanos, pero acudiendo a los templos a celebrar el rito de la muerte del Creador. Si las semanas santas eran tristes, ésta mucho más.