Francisco Morales
La estampa quedará por siempre marcada en la historia del arte latinoamericano: una fila larguísima de personas en la explanada del Palacio de Bellas Artes que serpentea, sin un final aparente, entre cinco esculturas monumentales del artista Fernando Botero.
Ésa fue la imagen constante entre el 29 de marzo y el 10 de junio de 2012, cuando 300 mil personas abarrotaron el recinto del Centro Histórico para visitar la exposición más grande realizada hasta ese momento del artista colombiano.
Fallecido este 15 de septiembre a causa de una neumonía, a los 91 años, en el principado de Mónaco, Botero encontró en la Ciudad de México una prueba contundente, en una carrera ya de por sí colmada de éxitos, del genuino amor que la gente puede profesar a un artista.
“Ver ese edificio lleno de las obras de Botero fue una cosa alucinante, pero además la respuesta del público fue espectacular”, recuerda Christian Padilla, historiador del arte y curador especialista en la obra de su paisano.
“Solamente alguna vez que lo vi en Medellín, vi esta reacción del público como realmente idolatrando, queriendo, gritando, como si se tratara de una estrella de rock”, aquilata el académico, parte de la comitiva invitada por el artista a esa exposición.
Nacido en esa ciudad del departamento de Antioquia, Colombia, el 19 de abril de 1932, Botero es ampliamente considerado como el pintor y escultor latinoamericano más exitoso de la segunda mitad del siglo 20 y, con seguridad, uno al que sí puede aplicársele el adjetivo de “famoso”.
Tan sólo en marzo de 2022, su escultura Hombre a caballo fue subastada en la casa Christie ‘s, de Nueva York, por una cifra récord para el artista de 4 millones 300 mil dólares (73 millones 400 mil pesos).
Su estilo es tan absolutamente reconocible para cualquiera, desde el crítico especializado hasta el ciudadano de a pie, que basta con cerrar los ojos y pensarlo para conjurar a sus personajes y objetos volumétricos, desbordantes y sensuales.
O bien, como también se dice coloquialmente, a sus “gordos”, una apreciación de la que, con la paciencia de un santo, trató de distanciarse una y otra vez, siempre con la manera afable que lo caracterizaba.
“No me creen que yo no he pintado una gorda en mi vida”, declaró, por ejemplo, en ese 2012 en que se inauguró la muestra en el Palacio de Bellas Artes para conmemorar sus 80 años de vida.
El hallazgo de un estilo
El amor de México por Fernando Botero es tan recíproco que el hallazgo de su estilo ocurrió, precisamente, en este País.
En su libro Fernando Botero. La búsqueda del estilo (1949-1963), Christian Padilla refiere que el artista colombiano, hijo de un comerciante antioqueño, mostró una habilidad precoz por la pintura que tuvo que ir a perfeccionar en el extranjero.
“Un joven Botero de 16 años que quiere ser artista, no tiene museos en Medellín, no tiene ningún tipo de institución cultural donde pueda ver obras de arte”, explica.
En la paredes de su ciudad, sin embargo, ya se habían pintado las importantes obras de Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo, influencias importantes para Botero que, a su vez, habían sido inspirados por los muralistas mexicanos.
“El paradigma siempre fue México, no sólo por el tema del muralismo y la monumentalidad de las pinturas en el espacio público, sino además porque había algo que era muy seductor, que era la posibilidad de pensar por primera vez una revolución cultural como la estaba haciendo México”, apunta.
Su llegada a este país vendría después de una estancia en Europa, particularmente en Florencia, a donde viajó con el dinero que obtuvo con las ventas de su primera exposición individual, en la Galería de Arte de Leo Matiz, en Bogotá.
En Italia aprendió de los grandes maestros del Quattrocento, como Paolo Uccello y Piero della Francesca, de quienes extrajo su primer interés por aquello que el historiador del arte Bernard Berenson, consultado también por Botero, llamaba la “sensualidad de las formas”.
En 1956, al llegar a México, el colombiano se topó con que los artistas mexicanos ya habían modificado las fórmulas del Renacimiento para representar el cuerpo humano, con la morfología propia de esta región del mundo.
“Los artistas mexicanos monumentalizaron el cuerpo, lo volvieron rotundo, lo volvieron volumétrico, gigante, enorme y eso fue una de las grandes inspiraciones que tuvieron los artistas, no solamente Botero, sino los artistas latinoamericanos de mitad de siglo”, explica Padilla.
Esto, combinado con su entusiasmo por el arte prehispánico, tanto colombiano como mexicano, lo llevó a que un día concibiera el estilo que hoy se conoce como el “boterismo”.
El hallazgo ocurrió mientras vivía en México, cuando se encontraba pintando una serie de mandolinas, posiblemente inspirado por otra de estos mismos instrumentos hecha por Rufino Tamayo, cuyo colorido admiraba.
“Estaba pintando estas mandolinas en México y, en vez de hacer el hueco central de la mandolina de las proporciones que corresponden, hizo un punto muy pequeño”, explica Padilla.
“Yo siempre he querido pensar que es como una serendipia, que por algún motivo se le estaba regando la leche, o de pronto se fue a contestar una llamada telefónica, y entonces, al ver de ese punto pequeño en el cuerpo de la mandolina, se dio cuenta de que esas dimensiones internas, al ser menores, hacían que el cuerpo general de la mandolina creciera”, abunda.
Ese descubrimiento, la culminación de su indagación en el volumen, fue después trasladado a las frutas, luego a las jarras, a las mesas, hasta llevarlo a sus últimas consecuencias.
“Finalmente, cuando ya estuvo el mundo de los objetos resuelto, intentó aplicarlo a la anatomía humana, y logró conjugar estas dos cosas, la anatomía y los objetos, de una forma en la que básicamente creó su propia especie humana que correspondiera a esos objetos”, ilustra.
Un lenguaje pictórico propio
Considerado por no pocos de sus paisanos como el artista más universal que ha salido de Colombia, Botero logró encontrar, desde muy joven, su estilo consagratorio.
“Los artistas pasan toda una vida buscando un estilo, un lenguaje personal, un lenguaje que puedan lograr hacer característico de su producción, que lo pueda cualquier persona en el mundo reconocer con facilidad, y son muy pocos los artistas que lo logran”, estima el investigador.
“Fernando Botero, por el contrario, logró encontrar un estilo muy tempranamente, uno puede decir que a los 30 o 32 años, Botero ya era el Botero que conocemos”, celebra.
Un rasgo de genialidad, no obstante, que no estaba exento de trabajo duro.
“Ese genio sin disciplina no hubiera existido”, previene Padilla. “Es, sin duda, uno de los artistas más prolíficos de la historia del arte; no creo que exista una forma fácil de calcular la cantidad de obras que nos dejó”.
En cuanto a los temas que trató en sus obras, Padilla reconoce constantes guiños a la historia del arte, materia en la cual Botero era un erudito con conocimiento enciclopédico.
Referencias a pinturas de Picasso, Velázquez, los maestros del Renacimiento o diversas tradiciones pictóricas están siempre ahí para quien sepa detectarlas.
“Todo el tiempo hay una forma de citación a la historia del arte que me parece muy llena de humor, pero también con gran ego, es como decir ‘yo también estoy situado dentro de la historia del arte y yo también seré un gran maestro y voy a pintarme a la par que un Velázquez”, dice Padilla.
El otro gran tema es, desde luego, Colombia, que siempre añoró y quiso, a pesar de que pasó siete décadas fuera de su país natal.
“Nunca perdió su vínculo afectivo y emocional con Colombia, pero además con su tierra natal, con Medellín. Ése es también un tema que aparece en la mayor parte de su producción, tú siempre vas a encontrar estos personajes que parecen detenidos en el tiempo, de los años 50”, expone.
A Colombia, Botero le dejó dos grandes museos con una importante colección de artistas internacionales y de obra propia.
Su éxito, tan rotundo como sus personajes, lo llevó a exponer en un sinnúmero de países, con algunos hitos para la historia del arte, como la exhibición en los Campos Elíseos de París en los años 90, o aquella en la Plaza de la Señoría de Florencia, donde Miguel Ángel expuso su David.
Algunas de estas muestras, como la del Palacio de Bellas Artes, lo llenaban particularmente de orgullo, como una exposición en Francia, en el 2018, en la que su obra dialogó con la de Pablo Picasso.
“En ella se ponía como en un par a par a los dos maestros y yo creo que esa exposición lo llenaba de orgullo, porque era en gran medida sentir que él había llegado a ese momento en el cual podía ser comparado con otro grande, como que Botero sentía que que finalmente había logrado pasar a ese renglón de la historia del arte en el cual te comparan con Picasso”, estima Padilla.
De acuerdo con su familia, Botero trabajó casi hasta el último día de su vida, como el genio incansable que nunca dejó de lado la disciplina.
Furor mexicano
El amor mutuo entre Fernando Botero y México se expresó, de forma entrañable, en diversas exposiciones individuales que han quedado en la memoria de sus visitantes.
Una de ellas, Fernando Botero: 50 años de vida artística, fue la llevada a cabo en el Colegio de San Ildefonso, en el 2001, como una celebración compuesta con la colección personal del artista.
“Fue una exhibición extraordinariamente alegre, yo creo que le importaba al maestro Botero en ese momento de su vida artística, 50 años de ser de los artistas más reconocidos del mundo, era una suerte de homenaje a la vida, cómo exaltar la vida, cómo bendecir la vida, cómo alegrarse por lo que tenemos, independientemente de las enormes atrocidades que hay alrededor nuestro”, recuerda Dolores Béistegui, entonces directora del recinto.
Enormemente exitosa, la muestra se valió de la arquitectura del lugar para exhibir obras monumentales, como su escultura La mano.
Once años después, para conmemorar los 80 años de Botero, el Museo del Palacio de Bellas Artes dedicó todas sus salas al artista colombiano, en una muestra curada por su hija, Lina Botero.
“Lo coordinó con todo el amor y la dedicación hacia su padre, y eso fue lo que se volvió, en el recuerdo, más significativo para mí: por un lado, el recibimiento que tuvo para los visitantes del museo y, por otro lado, me tocó ver de primera mano el esmero con el que preparó su hija este proyecto”, rememora Itzel Vargas, titular del museo en ese año.