Una de las mejores historias de fantasmas de García Márquez se llama “Espantos de agosto”. En su obra abundan los visitantes del más allá, como los médicos invisibles o el célebre, Prudencio Aguilar a quien José Arcadio Buendía asesinó de una lanzada en el cuello.
No voy a repetir aquí ni la trama ni la historia del cuento sobrenatural de Ludovico (era un espectro con nombre) en las apariciones de GGM, ni a hacer un ensayo sobre la sobrenaturalidad del equivocadamente llamado “realismo fantástico”, pero uso el título para describir en tres palabras el cercano porvenir de la política mexicana, en cuyos campos se van a presentar muchos horrores, todos tabasqueños, por cierto, sin conexión con los aluxes, esos diosecillos incorporados a la pobreza mitológica de la Cuarta Transformación. Como las “limpias” o la bondad del pueblo sabio. Puro choro mareador, como dice un filósofo tropical.
Si nos damos cuenta, al Señor Presidente le quedan, para el ejercicio y disfrute de su máximo y pleno poder, apenas 36 días.
Si como dicen el cinco de septiembre –dentro de 36 días–, conoceremos el nombre de quien Don Andrés Manuel haya seleccionado para sucederlo en el cargo, o por lo menos para contender por su partido en elecciones desde ahora enturbiadas por sus intromisiones, eso significa la pérdida del foco único de atención.
En septiembre, con todo y las mil y una fiestas y conciertos; inventos, aniversarios, informe vacío; jolgorio sin reposo en el Zócalo y mañaneras descomunales y gritos y sombrerazos, los mexicanos veremos dos soles en el horizonte. Uno saliente y otro en declive de ocaso irremediable.
Y nada le duele tanto a un hombre de poder como compartirlo. Es preferible perderlo.
Los lambiscones ya no endulzarán sus falsedades nada más en honor del hombre en camino de la ausencia, ahora le cantarán loas con anhelante gorjeo de canarios ambiciosos al recién llegado a la escalinata de la pirámide.
La diferencia entre el líder de Estado y el conductor iluminado estriba en su sentido de responsabilidad real para el futuro. Las frases grandilocuentes (Cuarta Transformación; Revolución de las Conciencias y Humanismo Mexicano) no son realidades de Estado ni procedimientos de gobierno; son anhelos personales. Frases, simples frases.
Puro romanticismo, como aquel “hombre nuevo” al cual aspiraba la fracasada Revolución Cubana cuyo cascajo tanto admira nuestro señor presidente:
“…es decir, la conciencia dirigiendo los actos del hombre hacia un fin determinado, con una ideología determinada, con un conocimiento predeterminado y una fe predeterminada… Estos son, pues, los dos pilares de la construcción: la formación del hombre nuevo…”
Pero de vuelta al liderazgo, al poder soluble. Su merma implica un prolongado sacrificio. Y una buena dosis de disimulo. El poderoso hará como si no se diera cuenta cómo muchos miran a otra parte. Ya las mañaneras no serán la única fuente de propaganda. Pronto habrá otra voz –tipluda, desgarrada o varonil y seca, como sea— y la falla de San Andrés será algo más allá de un accidente tectónico.
El nuevo sol, para llegar a ser el único centro universal, necesitará hablar con todos y para todos. No sólo para los suyos. No tendrá voz de regaño ni dependencia, buscará tonos de oferta y calma, así sea de dientes para afuera. El presidente no. El seguirá igual. Enojado, más enojado cada vez.
“…el pensamiento teológico (profético, evangélico, pastoral o pastoril) concibe a los adversarios como infieles o apóstatas y considera el hecho mismo de negociar con ellos una especie de pecado…”
Y si quiere controlar el discurso, la oferta y la actitud de la otra campaña, paralela a la suya eterna, quebrará a su movimiento.
El hombre de salida rumiará las hojas secas de la nostalgia inaceptable. Mentirá quien le crea su mentira del pacífico retiro. No puede, no está en sus venas.