Doscientas cincuenta mil personas reunidas en el zócalo de la ciudad de México para conmemorar el triunfo de AMLO.
Aunque no importen los cientos de miles de muertos, los carros bomba en Guanajuato, las emboscadas asesinas que dieron muerte a Hipólito Mora, líder de las autodefensas en Michoacán. Nada de esto existe para López. El señor no tiene responsabilidad alguna en las causas de las víctimas de la violencia. La única causa de tomar en cuenta es la suya; el macuspano ha decretado el fin de la corrupción. Si la hay es porque sus adversarios la fomentan. Esos racistas como Claudio x Gonzáles, esos hipócritas como Héctor Aguilar Carmín, Enrique Krauze… todos esos enemigos de la transformación, de ese paraíso prometido. ¿Y el desfalco de Segalmex? Un escándalo. Pero a Ignacio Ovalle no hay que tocarlo: un amigo del presidente.
Para López, la política de seguridad va bien, aunque sabe en el fondo de sí, que es un rotundo fracaso. Ahí están las ejecuciones extrajudiciales como prueba. Es este el sexenio más violento de la historia moderna de México. No obstante, abracemos al presidente, cantemos su victoria, pasemos por alto su derroche. Aunque no haya recursos para otra cosa que no sean los caprichos del señor, dueño de México. Festejemos la pesadilla, que no quiera o no pronto habrá de concluir. Porque el tiempo es implacable. Como todas las grandes verdades de los hombres. López se irá como Porfirio Muñoz Ledo, una mente tan brillante como acomodaticia. Un demócrata que no tuvo empacho en colocarle la banda presidencial a López, como si no supiera la clase de bicho que es: un cacique pueblerino, con un talante autoritario. Porfirio: tan vehemente como desdichado pues que en la entraña de todo dipsómano hay un profundo sufrimiento.