El templo de Artemisa en Efeso, en la actual Turquía, fue considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo. Este magnífico monumento que era a la vez templo, centro de ciencias y cultura, fue incendiado y destruido por un ignorado pastor, Eróstrato, que solo quería que fuera conocido su nombre.
Los griegos decretaron, en castigo, bajo pena de muerte, que nunca fuera pronunciado su nombre más sin embargo, hasta la actualidad el nombre y su perjuicio subsisten y los émulos de Eróstrato pululan.
En psicología, padecer el complejo de Eróstrato se aplica a aquellas personalidades con un deseo de fama tan intenso que quien lo experimenta es capaz de hacer cualquier cosa con tal de alcanzarla. Muchos políticos actuales, incluido ya saben quien, caen en esta definición. Pasar a la historia es una obsesión que muchas personalidades políticas contemporáneas comparten, aunque para hacerlo tengan que hacerlo como Eróstrato, destruyendo.
En América Latina todos los personajes históricos y pretendientes a inscribirse en sus anales, lo han hecho, o pretendido hacer, destruyendo lo existente, nunca construyendo sobre lo ya hecho. Tan fácil que sería pasar a la historia fortaleciendo y llevando al liderazgo internacional a un país como lo hizo Ángela Merkel en Alemania apoyándose en sus fortalezas, haciendo un buen trabajo y retirándose después con humildad y sin pretensiones históricas pero con el deber bien cumplido.
Pero esa personalidad no va con el carácter y patologías de nuestros gobernantes y van en el plural lo mismo México que Nicaragua, Venezuela, Cuba, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, y etcéteras, todos con discursos igualitarios, reivindicatorios de la desigualdad como bandera y el compromiso con los pobres, y todos, estados fallidos pero con personajes infatuados de sí mismos y del poder.
Destruir reditúa para la historia, hoy todo el mundo conoce el nombre de Fidel Castro o de Hugo Chávez, destruyeron un régimen, instituciones y su propia economía, y en cambio nadie conoce el nombre del gobernante de Singapur, o del primer ministro de Dinamarca o del gobernante de Suiza, países estables cuyos dirigentes no buscan pasar a la historia sino solo hacer bien su trabajo.
Los modernos Eróstratos no buscan demoler monumentos, les basta con los países que gobiernan.
Solo que esto es un poco más complejo, se necesita ayuda y esto se encuentra en la multitud de políticos que han hecho de la servidumbre voluntaria modus vivendi.
En México, encontramos en las cámaras legislativas un número, no menor, de personalidades dispuestas a proponer y aprobar, a sabiendas que son ilegales, modificaciones a leyes e instituciones, ya no tanto para pasar a la historia, sino tan solo para conservar la curul y sus privilegios.
Cómplices incondicionales en la tenaz labor de destruir sin proponer, de pretender sin orden ni planeación construir una realidad retórica, conveniente a sus fines electorales. Hablar de una transformación y de revolución de conciencias, no debería llevar implícita la ciega obediencia a los mandatos presidenciales, derivados más del capricho y la obsesión que de la planeación y la visión de futuro que vaya más allá de la próxima elección.
México no es ni era el paraíso, hay muchas cosas que pueden y deben perfeccionarse, otras que no debieran continuar, pero no será esta lógica revanchista y rencorosa que alienta las decisiones presidenciales la que lleve a la transformación por todos deseada y que debería de ser por todos construida.
La visión maniquea que alienta el gobierno, atribuyéndose una superioridad moral que está muy lejos de demostrar, apunta, más que a un proyecto nacional, a una visión sectaria y al uso perverso del poder para seguir en él.
El uso destructivo del poder presidencial es evidente. En aras de la supuesta transformación se avasalla al poder económico, tan solo para demostrar quién manda, aunque en ello vaya implícito el debilitamiento de la economía, la lentitud de la recuperación económica.
Dominado y servil el poder legislativo, el equilibrio de poderes pende de la fortaleza moral de los ministros de la Suprema Corte de Justicia, vilipendiados y amenazados por oponer la Constitución a los apetitos políticos del presidente. Así, el edificio de la justicia, ya dañado por la actuación de un Fiscal a modo, ineficiente, servil a los intereses presidenciales y a los suyos propios, está amenazado por el fuego de este moderno Eróstrato y sus huestes fanatizadas.
Complaciente con el crimen la impunidad galopa, la inseguridad crece y la protección del estado a sus gobernados disminuye o se pierde, insultar, poner en duda la verticalidad de los jueces, desacatar sus resoluciones, desconocer la procedencia de la ley y no exigir que la procuración de justicia se mejore, se investiguen los delitos y se persiga al delincuente, no solo a los enemigos políticos, es la mejor forma de acabar con el estado de derecho.
El catálogo de daños es extenso y los efectos habrán de percibirse tiempo después de que el destructor haya arrojado la tea incendiaria.
La labor destructiva que tenazmente se ha venido operando desde palacio nacional avanza, y ya podremos después, cuando todo arda, hacer como los griegos y proscribir su nombre, pero inevitablemente tendremos que reconstruir el templo.