El sistema electoral tiene dos enemigos fundamentales. Uno, la inducción propiciada por las encuestas y el otro la obsesión por las cuentas instantáneas.
Cuando la elección de Salinas de Gortari (88-94) se vio enturbiada por la caída del sistema (ese fraude ideado por Manuel Bartlett), el clima comenzó a complicarse por una declaración de José Newman, quien anunciaba los resultados para el mismo día.
Hoy ya no se trata de una simple declaración sobre la cual apresurar las cosas, sino de la perturbación generada por los conteos rápidos, las encuestas (otra vez las encuestas) de salida y la cronológica contabilidad en vivo del Programa de Resultados Preliminares.
Todo al servicio de una urgencia innecesaria, por cuya velocidad algunos miden la madurez de una democracia. Si los resultados se dieran 48 horas después de la elección, se tendrían dos días de alboroto bullanguero y triunfalista cuyos efectos sería complicado controlar.
Entonces se plantea la urgencia de una declaratoria oficial rápida y contundente, lo cual a veces es imposible, como le ocurrió al IFE de Juan Carlos Ugalde, quien quedó atrapado entre la espada de la velocidad y la pared de un resultado tan precario en la ventaja, como para guardarse la información.
A raíz de todo eso vino la catapulta del Partido de la Revolución Democrática, el martirologio (falso) de Andrés Manuel López Obrador y la construcción de la mitología del fraude, con todo y la toma de la ciudad de México por movilizados de todo el país, quienes, desde entonces, ante la mirada impotente de Felipe Calderón, comenzaron la carretera victoriosa culminada en el 2018.
Si Ugalde hubiera dado a conocer los resultados, el motín inconforme habría sido el mismo; como sucederá en el estado de México este domingo si la Casandra encuestadora no se siente satisfecha con el amplio margen de dos dígitos y más aún en el poco probable caso de un triunfo de Alejandra del Moral quien como David le habría sorrajado una pedrada en la frente al Goliat morenista alimentado desde el Palacio Nacional.
Las encuestas, más allá de su protector “margen de error” (sólo la demoscopia se vende con garantía de equívoco incluida), siembran percepciones en una decisión emocional a la cual contaminan con la incesante repetición de sus mantras.
El votante indeciso se decide por lo escuchado a mañana, tarde y noche en la radio y los demás medios. Es una inducción insalvable.
Las encuestas no orientan; lavan los cerebros más débiles, generan una pavloviana respuesta instantánea en los “comentócratas” (ninguno habla sin recurrir a las encuestas como fuente y apoyo de sus opiniones, las cuales por este camino dejan de ser suyas) y crean realidades alternas y virtuales.
DECLINACIONES
En el más absurdo escenario del arribismo político, hemos visto en Coahuila el caso de declinaciones sin declinante.
Declinar, en sentido estricto, significa “rechazar un ofrecimiento, una responsabilidad o el hacer algo; en especial rechazar cortésmente una invitación”.
Pero una declinación electoral no traslada los votos de uno a otro. Es un gesto político; no un acopio.
En los sistemas parlamentarios, especialmente con segunda vuelta electoral, quien no logra la ventaja necesaria en la primera, puede aspirar al voto hasta de quienes fueron sus opositores para lograr la mayoría. Eso disminuye la tensión política.
Pero aquí, como en el caso de Coahuila, declinar sólo implica un acomodo cupular y el sacrificio simbólico del candidato al cual se apoyaba, casi siempre de manera precaria e insignificante. La primera condición para declinar no es la afinidad ideológica o política. Si las hubiera, no habría habido postulación por otras siglas. La condición es la inferioridad.
Inferioridad electoral y también inferioridad personal, como es el caso de Mejía Berdeja.
El asunto no deja de ser ejemplar: los partidos no pueden cambiar de candidato, el candidato no se resigna al abandono y el favorecido por la declinación ni siquiera lo agradece.