Hace unos cuantos días se conmemoró el día de la Madre Tierra, una celebración de Naciones Unidas poco conocida por una gran mayoría, que tiene como objetivo hacer conciencia sobre el impacto y deterioro que la humanidad ha ejercido sobre esta casa, nuestro planeta, en sus recursos, en sus elementos primordiales: el aire, el agua y la tierra. La PachaMama en un idioma lejano, se ha quedado como patrimonio de la lengua de los pueblos originarios del sur del continente Abiayala. La madre tierra, es un interesante tema para los ecologistas y medioambientalistas, y unos cuantos alrededor del planeta, me recuerda la fecha que en México celebra a la progenitora de todos nosotros, 10 de mayo. Para todos, esta fecha se ha convertido en parte de una cultura difícil de adjetivar entre edípica, dependiente o sometida a la autoridad materna, porque a una gran mayoría, como en ningún otro día, le preocupa llegar con algo en las manos a la casa materna, y aunque el resto del año no se moverían para lavar una cuchara en la cocina, en esta fecha, por lo menos algunos levantarán los platos de la mesa. Este es el comportamiento anual de muchos hijos de mamá y la realidad no les permitiría negarlo. Es el día de buscar un restaurante para llevarla a comer, un pésimo día para esperar en la puerta a que se desocupe una mesa y el peor día para comprar flores, escogidas y caras. ¿Por qué tendrían que escoger todos los hijos regalar flores este día? Porque hay que cumplir con la cultura de la simulación, habiendo más de 300 días para regalar enormes ramos de flores. Se cree o se piensa que un regalo compensa la ingratitud filial.
Hace mucho tiempo que no lo celebro. La realidad interior me dice que no siempre se puede celebrar. No todas las madres lo merecen. No siempre se es excelente madre, aunque se piense lo contrario. Ese calificativo se deja para después de la muerte; quien ha perdido a su madre, siempre será huérfano aunque sea un adulto. Pero las mujeres madres que se encuentran en prisión son olvidadas fácilmente o las que padecen adicciones como las drogas o el alcohol. Cuando niña, esperaba este día un poco nerviosa, porque nunca tenía dinero para darle un presente a mi madre. Mi padre no estaba con nosotros. Después, mis hermanos y yo juntábamos unos pocos pesitos de aquel tiempo y comprábamos algo; una figurita de porcelana que habíamos visto cuando pasábamos por la Casa Meouchi; luego, como la señora dueña de la tienda me conocía, entonces iba casi cada semana a abonarle un alhajero o un florero que habíamos apartado con el consenso de todos. Entonces era posible ponernos de acuerdo. Alrededor de aquellas decisiones pesaban mucho las sugerencias de Consuelo, la trabajadora de nuestra casa durante diez años. Ella estimulaba estas prácticas filiales.
Ahora, a la distancia de muchos años, deseo referirme a mis abuelas que fueron madres; a mis abuelas que conocí muy poco por la enormidad de este territorio donde creció mi familia, la distancia que siempre nos separó y la única comunicación que teníamos era por carta. Esa comunicación la tuvo mi madre con la suya durante toda su vida. Creo que ese gusto por escribir cartas me viene de ese ejemplo que vi en ellas.
Mi abuela materna se llamaba realmente Asunción, y me lo dijo mi madre porque había nacido el mismo día que yo; hija mayor de sus padres, fue la gran matriarca a la que sus hermanos respetaban por encima de todo. Ella dirigía todos los consejos familiares en los que se reunían todos los hijos e hijas que fueron muchas. Tempranamente, la enviaron a una escuela para señoritas en Louisiana, cuando los peligros de la revolución les acechaban. Luego, ella y Carmen su hermana ingresaron al convento del Verbo Encarnado de la Ciudad de México, en donde las encontraría la guerra, la Cristiada, por la cual tuvieron que salir rumbo a Cuba porque los conventos e iglesias se cerraron por órdenes del gobierno federal. Al retorno, ninguna de las dos regresó al lugar de donde habían salido. A Conchi le buscaron un esposo que encontraron en José, un apuesto ranchero de las inmediaciones de San Juan del Río, quien había sido pretendiente de su tía Luz, quien se dedicaba a hacer costuras como se usaba entonces, pero también a obedecer las demandas y órdenes de los padres. Mis abuelos se casaron en pleno conflicto religioso. Nunca se hizo una ceremonia acorde con las costumbres de la época y el rango social de la familia de José. Les nacieron cinco críos en medio de los cuales estaba mi madre.
Mi abuelo paterno, fue el segundo hijo de Gabina quien, enamorada de un francés, tuvo tres hijos más, a sabiendas de que su padre odiaba aquel gentilicio por haber sido testigo de la invasión y batalla en los fuertes de Loreto y Guadalupe, en su Puebla natal. Gabina creció en medio de una familia sobreprotectora de hermanos masones y liberales, hermanas bien casadas con terratenientes de Oaxaca y su apellido las relacionaba con el conquistador y con una figura de la plástica mexicana. Como amiga de la familia Serdán, les visitó unos días antes del asalto de la policía en el que moriría Aquiles. Su única hija casó con un profesor universitario, hermano de un presidente cuya mala fama les alcanzó por llevar el mismo apellido. Al terminar la revolución, Gabina colaboró con el presidente Carranza, en la organización del padrón de viudas y huérfanos de la guerra que recibirían una pensión. Sus hijos nunca volvieron a Puebla, cada uno hizo su vida lejos de ella. Sólo su hija la acompañó hasta el final, allá por mediados del siglo XX.
Con el tiempo los hijos hacen sus propios mundos aparte. De manera ordinaria el día de la reivindicación de los pródigos hijos de este país es el 10 de mayo. Una fecha que se instituyó el siglo pasado, por iniciativa de un periódico nacional. Los medios de comunicación, desde entonces han sabido manipular exitosamente emociones y sentimientos de la gente que tiene su oportunidad para reencontrarse con mamá este día y en su defecto, el 12 de diciembre, fecha de celebración del ícono que, de nuevo, los medios llaman, la madres todos los mexicanos. Cuando niña no lo sabía ni pensaba en esto y sin embargo, habría querido tener algo más que dar a mi hermosa madre. Pensar en nuestras madres es recurrente cuando ya no podemos hablar con ellas. Entonces son insustituibles. Estoy segura que un abrazo y un Gracias desde el corazón es lo que toda madre agradecerá desde el fondo de su alma pues no sólo nos han dado la vida, sino también el alma. Gracias Madre Tierra por tu provisión y perdón por todo lo que te hacemos. Gracias Madres del mundo, la vida está en ellas.