Dice la sabiduría popular: con los curas y los gatos, pocos tratos. En lo primero estoy de acuerdo. Lo segundo me parece injusto.
¿Por qué deberían ser los curas personajes de precaución?
Seguramente por cómo adquieren una respetabilidad prejuiciada envuelta en las ropas talares, los alzacuellos y la tonalidad untuosa y precavida de un discurso ensayado por dos mil años.
Además, porque sus virtudes proclamadas antes de verlas demostradas y sin nadie para atreverse a comprobarlas. Por eso es tan grande la desilusión de quienes los consideraban “hombres de Dios”, y los ven –a veces, en el estercolero de la pedofilia o la politiquería ambiciosa. Sean lamas o curitas de pueblo.
He conocido en mi vida sacerdotes comprometidos con sus fieles y con quienes no profesan la religión católica. Esos van aparte.
La suerte me hizo conocer al poeta Ernesto Cardenal, antes de la pudrición de ese movimiento cuya revolución consistió en convertir a Daniel Ortega en un remedo corregido y aumentado de Anastasio Somoza. Eran los momentos difíciles del sandinismo, cuando ese frente decía buscar la libertad plena del pueblo nicaragüense y contaba con el respaldo moral de la iglesia liberadora.
Durante esos años, con la ayuda (financiera, energética, logística, política y demás), del viejo sistema mexicano como ahora del neo sistema tetramorfósico, Ortega fue construyendo un aparato represor de bayoneta y hechicería; asfixiante y absoluto, como no lo conoció en sus peores momentos la dictadura del general Tachito Somoza. Pero así es la vida
Cardenal impulsado por el evangelio liberador y fraterno, tal y como él –y otros ministros y teólogos lo interpretaban–, se opuso a aquel régimen y cuando aceptó un cargo en el principio del gobierno sandinista, fue reprendido por el Vaticano.
Se vio forzado a elegir entre su ministerio evangélico y el ministerio de Cultura del sandinismo. Optó por su fe y murió desencantado ante la máscara ensangrentada del sandinismo orteguista.
A pesar de las apariencias y lo honorífico o gratuito para desempeñarse, los cargos públicos le pertenecen al César y éste no debe ser el anhelo de los curas.
Ellos quedan ubicados, por sacramento y ministerio en el ámbito de la espiritualidad, excepto –al parecer– en México, donde un hábil y oportunista presbítero verboso (billete de tres pesos), se ha dado a la tarea de seducir al jefe del Estado a quien le ha hecho creer imposibles similitudes con Cristo. Nomás.
Y lo peor, el presidente se ha quedado callado ante tales adulaciones teológicas.
En 2021 el señor Solalinde –estrella en el circo de los lambiscones–, ejecutó esta triple maroma sin red de protección.
“(El universal”). -El presidente Andrés Manuel López Obrador tiene “rasgos muy importantes de santidad”, debido a su trabajo por ayudar “a los pobres, como Jesucristo lo hizo en su época…
“…Está siguiendo las enseñanzas de Jesús. Por eso, veo en Andrés Manuel rasgos muy importantes de santidad. Qué lástima que no lo valoren. Para él son importantes los pobres o, como decía Jesús:
“Los últimos serán los primeros”.
“Durante la plática, Alejandro Solalinde explicó que la santidad no significa ser perfecto, sino que implica cometer errores e imitar el amor de Jesús por su prójimo (ah, bueno)”.
Entre eso y la fuerza moral ajena a cualquier fuerza de contagio viral pronunciada por nuestro Pasteur, no hay mucha distancia. La adulación tiene frontera con el ridículo.
Antes el presidente, en pleno desconocimiento del significado de un “ombudsman” (ombudsperson, le dicen ahora), propuso a Solalinde para la CNDH. Como fracasó en esa degradación, logró una peor: colocó a una psicóloga impreparada en el cargo. “Pior, con “I”.
Ahora lo quiere en meter en la nómina burocrático-espiritual (un cargo “honorario” siempre tiene prebendas inmejorables), para una innecesaria Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería, cuya sinecura, en el mejor de los casos, duplicarían las del INM.