En el ajedrez político de hoy, hay una particularidad, los partidos no juegan a tirar al rey. Siendo instituciones cuya existencia y objetivo es alcanzar el poder, ahora juegan a no perder el que les queda.
Las dirigencias partidistas se han convertido en gerentes de sus franquicias, sosteniendo la marca pero sin la sustancia que dicen traer en la etiqueta. No es casual que los ciudadanos no se sientan representados.
La defensa de la institucionalidad del régimen, la garantía de la imparcialidad y transparencia en los comicios, la preservación del sistema democrático y su blindaje ante las intenciones autoritarias de un presidente faccioso, histrión matutino actuando ante su claque, está siendo dada por la ciudadanía.
Los movimientos sociales han ganado las calles y presionan a legisladores y jueces para hacer prevalecer el estado de derecho y el régimen de libertades democráticas que se ha construido, ante el silencio expectante o la mustia expresión de apoyo, meramente simbólico de algún dirigente partidista.
En el tablero de la política los partidos han pasado, de ser piezas operativas y funcionales, a meras figuras representativas de un sistema de partidos en los que la sociedad no se siente reflejada. Insignificante su presencia en las dos últimas movilizaciones de la sociedad organizada, que con miles de ciudadanos llenaron plazas y calles para defender lo que ellos no pudieron proteger en el Congreso.
Ninguno de ellos, los partidos, tiene un personaje que pueda concitar el apoyo popular suficiente para competir dignamente y ganarle al régimen populista y clientelar, y por ello, aunque no lo hagan público, se preparan para las batallas distritales y ganar posiciones en el Congreso Federal, no para disputar la presidencia de la República, sino para preservar sus espacios de negociación, sus particulares intereses.
Esto es más que evidente en el otrora poderoso PRI cuyo dirigente se ha empeñado en fortalecer sus estructuras cupulares, no las de base, para asegurar la incondicionalidad de los órganos de decisión, ofertando para ello reelecciones en curules y lugares en las listas plurinominales, en las cuales, él necesariamente aparecerá para conservar el fuero que necesita.
El PAN por su parte, con una dirigencia anodina, con sus estructuras de base fuertemente divididas, con liderazgos históricos relegados o ausentes, se empeña en mantener viva la concreción de una alianza entre partidos, precaria y vulnerable ante la veleidosa conducta del PRI y su dirigente y el poco peso e influencia de un PRD diezmado como actor de fondo.
En tanto, Movimiento Ciudadano se desplaza como un oportunista alfil dejando claro que primero es su causa y después las causas nacionales. Acumular posiciones e influencia, con posición ambigua en la geometría política nacional. Una socialdemocracia en la que todo cabe mientras se acomode al interés propio.
En las circunstancias actuales, los partidos solo pueden servir como instrumentos para legitimar una candidatura que tenga el respaldo de la sociedad, para que sea ésta la que dispute el poder.
Las estructuras partidistas, antaño fortaleza, hoy no lo son y tendrán que ser los ciudadanos, con un solo color, la fuerza electoral decisiva.
El maniqueísmo que ha caracterizado al régimen permite avizorar que la contienda electoral será planteada como una lucha de clases. El partido en el poder, además de una base convencida, ha consolidado un ejército de votantes mercenarios conducidos por los llamados “servidores de la nación” que con dinero público hacen proselitismo político descarado y cínico.
El discurso presidencial insiste en identificar a la clase media como opositora en general y los calificativos denostantes abundan cada mañana, descalifica personas e instituciones, insulta y miente cínicamente rayando en despropósitos que hacen pensar en insania o muy perversa cordura.
La rijosidad del discurso hace inevitable pensar en qué pasará si, a pesar de lo que cada vez más parece una elección de estado, llegara a perder y no se diera la continuidad que busca. Ya una vez, en burda pantomima, se erigió en presidente legítimo y nombró gabinete alterno. Ahora con los instrumentos del poder en sus manos y con el evidente desprecio que manifiesta por las instituciones y leyes queda muy poco espacio para esperar madurez y cordura.
La sociedad ha depositado en el poder judicial la esperanza de que, ante el cinismo y descaro con el que se pretende torcer las disposiciones constitucionales, prive la sensatez y prevalezcan las leyes que hacen posible la convivencia social y el ejercicio de la democracia. Confía además, en que la fuerza del voto permita recuperar la institucionalidad y eliminar el gobierno de un solo hombre.
Para ello, sociedad y partidos deben, con realismo entender, su verdadera importancia y peso en el tablero de la política nacional. En el ajedrez político mexicano no es suficiente que el juego cambie para que muchas piezas presionen al rey. Las cúpulas partidistas no han entendido que el siguiente proceso electoral es de supervivencia y que su votación y peso político a futuro dependerá de la figura que postulen. Pensar, ilusamente, que conservando posiciones en el poder legislativo, sin base social que respalde les permitirá influencia, es no entender las lecciones que reciben hoy de una mayoría constituida con traiciones.
Un año bastó en Sonora para que el PRI se quedara sin representación en el Congreso local; ¿Cuánto tiempo duraran sus fracciones intactas en las Cámaras, pobladas de oportunistas “chapulines” o calculadores profesionales de la negociación y la componenda?
No hay lugar para el engaño, sociedad y partidos tienen que jugar unidos a tirar al rey, o saldrán del tablero.