En los tiempos del partido hegemónico, ese que no conocieron los que habrán de votar por primera vez en la elección del 2024, una de las prerrogativas de las que gozaba el presidente era la de designar a su sucesor.
Existía una liturgia no escrita pero sí descrita por varios autores, Luis Spota entre ellos con su trilogía o tetralogía sobre el poder, que permitía al presidente dotar de cierta legitimación a su sucesor, obtenida por medio de consultas y diálogos con los sectores productivos y sociales, líderes de opinión, sindicales y empresariales, ejército y clero, de las cuales surgía el consenso o la aceptación, que luego habría de vestir de democracia el partido dominante llevando a cabo una campaña electoral, más para el conocimiento de la figura que habría de gobernar al país que para obtener los votos legitimadores, pues estos salían del corporativismo de las organizaciones priistas.
Esa prerrogativa presidencial, tenía aparejada una gran responsabilidad, que era el decidir a quién le entregaría la conducción del país, determinar quién, a su juicio, tenía la capacidad y las virtudes necesarias para conservar la estabilidad política y asegurar el crecimiento en torno a un proyecto de nación que en ese tiempo, derivaba de los principios revolucionarios.
Pasamos entonces de gobiernos de militares, Calles, Portes Gil, Ortiz Rubio, Abelardo L. Rodríguez, Cárdenas, Ávila Camacho, hasta pasar a los civiles con Miguel Alemán, y así funcionó hasta que hubo un primer presidente que decidió que la patria estaría mejor con alguno de sus amigos.
Luis Echeverría designó a su camarada José López Portillo, no sin algún asomo de responsabilidad pues por primera vez un secretario de Hacienda se elevaba a la Presidencia de la República en un entorno económico nacional ya muy comprometido, el que no supo sortear ni con la abundancia de la riqueza petrolera de ese tiempo.
Este a su vez, responsablemente eligió a Miguel de La Madrid, otro candidato surgido de las áreas técnicas del gobierno, no de las políticas, pensando precisamente que el principal problema del país era el económico y en ese entorno se condujo con austeridad y en la desgracia del temblor de 1985 que vino a prolongar la duración de la crisis.
Miguel de la Madrid, a su vez, consciente de que la economía seguía siendo el principal problema, se decide por Carlos Salinas de Gortari, otro técnico que logró parar el proceso inflacionario y encaminó al país por los senderos de la globalización económica.
La desgracia o el complot evitaron que transmitiera Salinas el poder a su amigo Luis Donaldo Colosio y tuvo que entregarlo a Ernesto Zedillo que sin ser su amigo tenía la formación para continuar con la ruta de integración del país al contexto internacional.
Zedillo, con un país más estable económicamente, después de la crisis del 94-95, consciente de que la situación política tenía suficiente presión sobre el sistema de partido único y hegemónico, libera y “abandona” a su suerte a su posible sucesor, aun cuando siguió la liturgia partidista, y se viene la primera transición en el poder presidencial en forma democrática y libre.
Más allá del juicio que cada uno de estos presidentes nos pueda merecer, es de destacar que todos, ante la decisión tuvieron que optar por el mejor perfil, el más aceptable para los poderes fácticos, el más capaz de concertar las voluntades de una sociedad plural como la nuestra para seguir creciendo con estabilidad y paz.
Incluyendo a Zedillo, ningún presidente ha podido heredar el poder a alguno de sus amigos. Calderón le arrebató a Vicente Fox la candidatura y Enrique Peña Nieto rescató para el PRI el poder presidencial para perderlo por la corrupción, la incuria y por la priorización de la macroeconomía que dotó al país de los más grandes fondos de reserva, estabilizó las finanzas y nos vacunó contra las crisis, pero descuidó la política y economía internas, se rodeó de amigos y dejó crecer a quien le habría de arrebatar la presidencia aún antes de que terminara su periodo.
Hoy, quien saltó al poder señalando con acierto lo que estaba mal, no ha atinado a componerlo. Ninguna de las grandes necesidades presentes en su diagnóstico ha sido atendida con acierto y los indicadores económicos, de pobreza, de salud, educación, seguridad y justicia empeoran sin políticas eficaces, y sí hay una gran diferencia con los gobiernos anteriores.
El pretende dejar sucesor, como se usaba antes de la transición democrática, y no lo está haciendo con la responsabilidad de aquellos, sino con criterios que privilegian la lealtad antes que la capacidad, que anteponen su interés personal de pasar a la historia como artífice de un cambio inexistente y para ello pretende imponer a un incondicional.
No importan formas ni leyes, el asalto a la democracia acepta hasta trampas legislativas para saltarse la Constitución e imponer su proyecto de nación, cualquiera que este sea. No podemos permitir que se destruya el sistema electoral vigente para que la obsesión presidencial se realice, esa será nuestra responsabilidad y de la Suprema Corte de Justicia para atajar lo que la irresponsabilidad presidencial pretende.
La forma en que se intenta resolver la sucesión no es la restauración de prácticas anteriores, es la instauración de algo que suena a maximato, cuando no de una dictadura.