Es acertada la observación del presidente Andrés Manuel López Obrador cuando en respuesta a los gritos republicanos injerencistas en Estados Unidos, afirma que México no está metiéndose en esa nación para ver qué bandas distribuyen el fentanilo en su territorio, por lo que no permitirá ninguna injerencia en los asuntos internos mexicanos. Tiene razón el presidente Joe Biden cuando a través de su vocera en la Casa Blanca, dice que los ataques a ciudadanos estadounidenses son inaceptables bajo cualquier circunstancia, por lo que empujarán para que los responsables del crimen en Matamoros, sean llevados a la justicia.
Tiene razón López Obrador cuando se indigna ante los llamados de los sectores republicanos más reaccionarios, que quieren legislar para que el Congreso de Estados Unidos apruebe leyes extraterritoriales que le permita al Pentágono enviar tropas a México para combatir a los cárteles. Tienen razón los demócratas y republicanos progresistas y moderados, cuando se quejan de que México no está haciendo nada para combatir el narcotráfico y que la cooperación en materia de seguridad con Estados Unidos es deficiente e insuficiente.
Las dos visiones al norte y al sur del Río Bravo chocan de manera natural porque no están atacando ni reconociendo la fuente de la discordia que desató el crimen en Matamoros. México no enfrenta a los cárteles salvo en defensa propia, bajo la lógica que no debe combatirse porque la violencia genera más violencia. Estados Unidos no atiende el reclamo mexicano de que la calidad de la violencia en su territorio obedece a las armas de alto poder que se venden fácilmente en ese país, pero exige acabar con los laboratorios que producen el fentanilo.
En la discusión acalorada surgen los radicales en ambos partes. Un símbolo del extremismo es el senador Lindsey Graham, de Carolina del Sur, que presentó una iniciativa de Ley para denominar a los cárteles mexicanos “organizaciones terroristas trasnacionales” que permitiría a Estados Unidos a utilizar sus Fuerzas Armadas contra ellos en México, como respuesta al crimen contra cuatro de sus compatriotas que son, precisamente, de Carolina del Sur. En el otro lado de la trinchera, los radicales de López Obrador encabezados por su vocero Jesús Ramírez Cuevas, lo empujan a endurecer su posición ante Estados Unidos alegando la soberanía nacional, y piden que no extradite a Ovidio Guzmán López ni a Rafael Caro Quintero.
Las cancillerías de los dos países buscan contener las pasiones desatadas por el crimen en Matamoros, que galvanizó meses de frustraciones en Estados Unidos y explican la reacción en aquella nación contra la indiferencia de otros previos, como el de hace una semana en Nuevo Laredo de un joven de origen mexicano, que fue asesinado por el Ejército junto con cuatro mexicanos al salir de un antro. De acuerdo con el Departamento de Estado, 75 estadounidenses fueron asesinados en México en 2021, una tasa de 0.26% crímenes por cada 100 mil visitantes de esa nación, un porcentaje significativamente menor a la tasa de homicidios promedio en Estados Unidos, que pero tampoco generaron indignación.
Las ansiedades y presiones sociales y políticas en Estados Unidos se han dado por la epidemia del fentanilo, cuya distribución se socializó en 1979 y comenzó a impactar en las estadísticas mortales en 2013. Tres años después tuvo un incremento notable en decesos, cuando se registraron más de 20 mil muertes por ese opiáceo sintético. Esta droga no fue inventada por los cárteles mexicanos, sino por la empresa estadounidense Purdue Pharma, que se fue a la bancarrota tras enfrentar más de tres mil demandas por haber sido la causante de esta epidemia que en dos décadas provocó un millón de muertes, y que tuvo que resolver con indemnizaciones por más de cuatro mil millones de dólares en 2021.
Los cárteles mexicanos, con precursores químicos chinos, la produjeron en super laboratorios en la costa del Pacífico y la convirtieron en la mejor droga de exportación, en costo y utilidad. Desde 2017, Washington puso el ojo en la producción de fentanilo en México, y en septiembre pasado, cuando Biden anunció un programa para combatir la crisis de los opiáceos, se volvió en tema recurrente de la agenda bilateral.
No ayudó la liberación de Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, en 2019, por ser considerado el principal traficante de fentanilo a Estados Unidos. Las presiones de la Casa Blanca para que lo detuvieran no pudieron ser contenidas, y López Obrador aceptó que se realizara una operación para su captura este año, pese a las recomendaciones de su núcleo más duro de no ceder ante Estados Unidos. Lo hizo en parte, porque no lo ha extraditado.
El fentanilo es el punto de quiebre con la paciencia de Washington hacia López Obrador, que debe entender que los tiempos de tolerancia en materia de seguridad cambiaron, y en lugar de resolver de manera contenciosa las presiones, utilizarlas para beneficio de México y de su proyecto. Puede sacar provecho si logra congelar las disputas comerciales y forzar al Congreso, con el apoyo de la Casa Blanca, a pasar una ley que vuelva a prohibir los fusiles de asalto y a endurecer los controles para la venta de armas. Pero tiene que ceder, desmantelando el Cártel del Golfo y extraditando a Guzmán López y a Rafael Caro Quintero.
Hay un antecedente de que las cosas pueden cambiar con Estados Unidos: cuando asesinaron en 1985 al agente de la DEA, Enrique Camarena, el gobierno de Miguel de la Madrid se vio forzado a ir tras los autores intelectuales, Caro Quintero y Ernesto Fonseca fueron detenidos ese mismo año, y empezó el desmantelamiento del Cártel de Guadalajara, que concluyó el presidente Carlos Salinas en 1989 con la captura de su jefe, Miguel Ángel Félix Gallardo. Esas acciones desnarcotizaron la agenda bilateral y la llevaron al ámbito económico. Lo mismo requiere hacer López Obrador para salir de la crisis en la que se encuentra metido, cambiar el foco de la relación y evitar que se convierta en la piñata electoral de Estados Unidos el próximo año.