Aquel fresco 13 de noviembre pasado, cuando miles tapizaron de rosa Paseo de la Reforma, la avenida Juárez y las calles que conectan al Zócalo en defensa del Instituto Nacional Electoral, que el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere reconstruir en un órgano bajo su control para 2024, no fue un momento de efervescencia efímera. Ayer se demostró.
Decenas de miles de mexicanos respondieron a los ataques e insultos del presidente, que llevó a cabo un bombardeo sistemático contra la concentración en defensa del INE, con una participación ciudadana y política que desbordó el Zócalo, que se equiparó a las manifestaciones de quien creía que las calles eran suyas, con un mensaje que sintetizó la periodista Beatriz Pagés, una de las oradoras en el mitin: “Hombres y mujeres de conciencia libre no tenemos miedo a los desplazamientos autoritarios que intentan acallarnos”.
Ayer pasó la sociedad mexicana que cree en la democracia a un siguiente nivel, y en su decidido respaldo al órgano electoral, se le pusieron enfrente al presidente. Durante más de un mes López Obrador intimidó y estigmatizó con analogías mentirosas, difamaciones y una lengua soez propia de un porro de barrio, no del Jefe del Ejecutivo, seguido por su corte que llegó a excesos como los del secretario de Gobernación, Adán Augusto López, quien llamó “desfachatados” a quienes fueron a la concentración.
La marcha del 13 de noviembre y el mitin de ayer tuvieron una causa, pero el alcance es mayor. Lo que está en juego, con el símbolo del INE, es la elección de un sistema democrático o uno autoritario, que son dos visiones excluyentes. O se apuesta por una democracia liberal, donde florezcan el estado de Derecho, los contrapesos, los órganos autónomos y las libertades, o se apuesta por una democracia iliberal donde nada de esto sobreviva al poder centralizado del hombre que ocupa la Presidencia de la República, y que antes de entregar la banda presidencial -si la entrega-, quiere destruir el andamiaje electoral de lo que paradójicamente le permitió alcanzar el poder.
Sí es un choque por el país que se desea, no en la caricatura reduccionista del discurso presidencial de la confrontación entre conservadores y liberales, sino porque la aniquilación del INE tal y como lo conocemos, eliminará del paisaje nacional las elecciones justas, libres, auténticas y competidas, aniquilará el respeto a las minorías y de la población más desfavorecida, al tiempo que estimulará, legal y legítimamente, aunque sea una contradicción, la participación electoral de quienes viven fuera de ella, los cárteles de la droga, que podrán repetir las movilizaciones y las tácticas inhibitorias que hicieron en las elecciones de 2021 a favor de Morena.
López Obrador ha dicho que hay una pugna política por el destino de la nación, lo que es cierto, pero no en los términos de la lucha de ricos y pobres, como es su discurso tramposamente binario, porque sus políticas han perjudicado a los pobres más que a cualquier otro sector de la población, sino contra la restauración de un régimen autoritario que se comenzó a desmontar a finales de los 70’s y que casi medio siglo después, sin haber consolidado una democracia, se quiere restablecer. Su discurso, que sigue teniendo eco en una parte de la población que no es menor electoralmente, pero no en muchos mas.
Ya no hay miedo en la sociedad civil, y su protesta ha sido escuchada en otras partes del mundo. La semana pasada hubo expresiones de preocupación en el Capitolio por el Plan B, y en un editorial institucional este lunes, el influyente Financial Times, señaló que el ataque al órgano electoral refleja lo que otros populistas en el continente, como Donald Trump y Jair Bolsonaro intentaron, y no puede permitirse. “Es el momento para que los aliados y amigos de México hablen”, apuntó. “La Unión Europea debe encontrar su voz, pero más importante son los Estados Unidos… ¿Cómo puede ser su socio y amigo un país con una creciente intolerancia a la oposición política y a una sociedad libre y abierta?”.
Todo esto no basta, si la oposición no está a la altura. Este domingo se sumaron a la concentración los líderes de la oposición, sin buscar protagonismos e incluso movilizando militantes, pero todos saben que pese al éxito logrado, no deja de ser un esfuerzo de alcance limitado si la energía que muestra la ciudadanía no se traduce en organización política-electoral y una candidatura de oposición que cohesione.
Quizás es muy prematuro y optimista sostener, como dijeron varios políticos y activistas, que las agresiones de López Obrador obedecen a que sabe perdidas las elecciones. Los ataques del presidente probablemente obedecen a otro tipo de miedo, más inmediato, que es que la oposición realmente construya un frente amplio contra él y Morena en las elecciones estatales de este año y en las presidenciales de 2024, y vayan unidos a las urnas sin traiciones internas.
López Obrador tiene un voto duro de 14 millones de votos, que se transferirán a quien decida sea su sucesora o sucesor, que sólo serán suficientes si la oposición llega partida. Si suman todos sus votos la oposición en una sola candidatura, será una elección competida pese a la asimetría de los recursos que se inyectarán. No hay comparación en ellos, si se tomaran como referencias la marcha del 13 de noviembre y la concentración de ayer, con la contramarcha de López Obrador el 27 de noviembre.
Aquel berrinche presidencial contra la defensa del INE en noviembre pasado, se tradujo en una gran marcha cuyo combustible lo aportaron los gobernadores morenistas con millones de pesos para movilizar gente con un pago y comida gratis, en mil autobuses prestados por un magnate camionero. Lo alcanzado por la sociedad sin esos recursos entonces y ahora, lejos de desmerecer, es un mensaje a la oposición: hay músculo ciudadano, pero se requiere una oposición que, hasta hoy, no está a la altura de una sociedad que ya le dijo basta al presidente.