La credibilidad es una cualidad; se dice que es una deformación de la expresión dar crédito, y visto así, la credibilidad es la capacidad de generar confianza. O sea que alguien que tiene credibilidad es una persona confiable o a la inversa, quien no es confiable no tiene credibilidad.
Si nos remitimos a los estudios de opinión recientes y más atrás, nadie es menos confiable y tiene menos credibilidad que los políticos, del color o partido que sean. Ser político, a los ojos de una gran mayoría es sinónimo de mentiroso, falso, embustero, oportunista, y en pocas palabras, no confiable.
En términos llanos, el político no tiene credibilidad y ello es una percepción generalizada. Por ello, a muchos resulta inexplicable que un político profesional como el presidente López Obrador tenga la confianza de tantos mexicanos. Siguiendo el tracking diario que realiza Consulta Mitofsky para El Economista, al 8 de febrero del presente año, el 61.8% de los mexicanos confía en él y mantiene el acuerdo con su forma de gobernar.
Lo inexplicable, para muchos, es que sigan confiando en alguien que en solo tres años de gobierno ha expresado más de 67 mil mentiras y ha dado 86 mil respuestas falsas, engañosas o difíciles de comprobar en las conferencias de prensa matutinas según lo documenta Luis Estrada en su libro “El Imperio de los otros datos”.
En condiciones normales, nadie en su sano juicio podría darle su confianza a un mentiroso contumaz, pero aquí está demostrado que la racionalidad no es la que orienta hoy el juicio del elector o el gobernado. Mucho influye la predisposición del estado de ánimo de las personas, a creer en alguien o en algo, así como también es la identificación con la manera de pensar y hasta la identificación con la imagen; si luce como yo, piensa como yo, porque no creerle, así diga mentiras o sandeces.
No es un fenómeno reciente que la confianza y la credibilidad obedezcan a causas tan superficiales como el ser o parecer igual a la mayoría, pero más allá de la apariencia está también el discurso; la gente está más dispuesta a creer si quien les habla les dice lo que ellos piensan o quieren oír. Hay una predisposición a creer si escuchamos lo que está en nuestra mente y en ello no es significativa la racionalidad, pues el argumento contrario al pensamiento propio siempre tiende a ser rebatido, o desconfiable cuando menos, y eso rompe con la credibilidad. Siempre estaremos más dispuestos a creer en alguien que piense como uno, mucho más que en alguien que nos contradiga y en muchas ocasiones ni siquiera es aceptable considerar la posibilidad de estar equivocado.
Actualmente, y en mucho debido a la retórica presidencial que ha decidido que quien no comparte su proyecto es su adversario, la sociedad se está dividiendo en peligrosas facciones. Por causas que merecen otro análisis, el diálogo con quienes piensan diferente está clausurado y pensar en una rectificación del régimen a estas alturas del ejercicio es utopía. Por ello, la cercanía con el proceso electoral sucesorio, nos lleva a considerar, en negativo, la importancia de seguir con una discusión racional ante el poder y ante la ciudadanía.
Con uno porque se niega a escuchar y con la otra porque no cree en lo que dicen los políticos tradicionales o incluso en lo que afirman los círculos intelectuales y científicos. Durante años, los políticos tradicionales se encargaron de fijar en la mentalidad popular una imagen cada vez más divorciada de la realidad cotidiana, y sus intereses, de partido, gremio o particulares, se antepusieron a los de los electores, dejaron de parecerse a ellos, de pensar como ellos.
En la época pre electoral que vivimos, la batalla es por la credibilidad. Las condiciones económicas, sociales y de seguridad en que habrá de cerrar el sexenio serán propicias para la incertidumbre y el electorado habrá de decidir a favor de quien más confianza le genere.
El pragmatismo de los políticos puede perderse en la superficialidad de los apoyos económicos, programas sociales y clientelismo, que han sido amortiguadores de la presión social y en mucho de preparación organizacional para la elección, pero será un error subestimar al elector que ya ha visto mucho de eso y está tomando consciencia de que no es suficiente.
La decisión en 2024 va a depender de a quién le cree más el elector, si a quien les ofrece seguir como estamos en un régimen paternalista que distribuye dádivas en efectivo, o en alguien que ofrezca algo más satisfactorio que eso.
Recobrar la confianza del elector es el gran reto de las organizaciones políticas, dependientes hoy más que nunca de la personalidad de sus candidatos, de su autenticidad, de su capacidad de generar credibilidad. El desprestigio de los partidos es tan alto que la fuerza de sus estructuras territoriales, donde aún existen, es insuficiente y se requerirán muchos años para restañar el prestigio que alguna vez tuvieron. El partido dominante crece a la sombra de un personaje en el que una mayoría cree, a pesar de sus 67 mil mentiras, pero hay otra inmensa mayoría que desea creer en algo distinto y es necesario darle una alternativa.