La realidad se hizo presente ayer en México. La captura de Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, casi 39 meses después de que el presidente Andrés Manuel López Obrador ordenó su liberación para evitar un baño de sangre en Culiacán, pero que nunca autorizó que fueran tras él para ejecutar la orden de aprehensión con fines de extradición solicitada por Estados Unidos, es un cambio radical en su política de tolerancia con el narcotráfico, y en particular a la inacción contra todo lo que oliera al Cártel de Sinaloa. Porqué razones, no se sabe, pero el golpe de timón es saludable. En algún momento el jefe del Estado Mexicano necesitaba mostrar que quien manda en el país es él, no los criminales.
Es fácil concluir que se debió a una presión de la Casa Blanca en vísperas de la visita del presidente Joe Biden a México -programada para el próximo lunes-, después de haber enviado múltiples mensajes en los últimos meses sobre la creciente participación del cártel en el trasiego de fentanilo, en donde señalaban a Ovidio Guzmán López como el principal narcotraficante de la droga sintética que mató a más de 100 mil estadounidenses el año pasado, pero analizar lo que sucedió a partir únicamente de esa idea, por lo que significa la decisión, puede ser reduccionista.
Probablemente cedió a las presiones de Estados Unidos como lo hicieron antes varios presidentes mexicanos, que regalaron a sus contrapartes estadounidenses capturas de capos de la droga en vísperas de un encuentro bilateral. Sin embargo, ninguno de ellos, a diferencia de López Obrador, les habia extendido a los cárteles de la droga un salvoconducto y otorgado licencia de impunidad para hacer lo que quisieran. Para López Obrador, a diferencia de sus predecesores en los últimos 30 años, su decisión fue más difícil y más radical, porque quedó atrapado entre lo real y su ideal.
Por un lado estaba su utópica política de “abrazos, no balazos”, que había defendido de manera sistemática y vehemente durante todo el sexenio, junto con el trato respetuso a todos los líderes del narcotráfico; y por la otra, la creciente molestia y presión del gobierno de Estados Unidos -desde la administración de Donald Trump- por su falta de cooperación para lograr la detención y extradición de Rafael Caro Quintero, el ex jefe del finado Cártel de Guadalajara, y al que hace lustros quieren en Washington que vaya a juicio por el asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar, en 1985.
La captura de Guzmán López no sólo es la más importante en lo que va del sexenio, sino marcará un antes y un después. El antes se había definido por el fracaso del primer operativo contra el hijo de El Chapo Guzmán el 17 de octubre de 2019 en Culiacán, donde la planeación pareció más que buscaba que no funcionara a detenerlo. Ese día, la operación fue al mediodía sin plan claro de extracción, y negociaciones trianguladas entre Ivan Archivaldo Guzmán y las autoridades federales para que lo liberaran.
En esta ocasión, el operativo fue perfectamente ejecutado. Se realizó un trabajo de inteligencia de seis meses, según explicó el secretario de la Defensa, el general Luis Cresencio Sandoval, lo encabezaron los militares, respaldados por la Guardia Nacional y la Marina. Se llevó a cabo durante la madrugada, y cuando comenzaron a reaccionar en el Cártel de Sinaloa para impedir que lo extrajeran, Guzmán López ya estaba siendo trasladado a la Ciudad de México. Lo que no hubo en la captura fallida, existió en la de ayer.
La forma como durante horas batallaron en Sinaloa las milicias de la organización criminal contra las fuerzas federales, muestra que también, a diferencia de lo que sucedió en 2019, se prepararon para esta eventualidad. Incluso, utilizaron en la ejecución de la operación y la contensión de las milicias criminales, aeronaves artilladas como las que usó la Marina en 2017 cuando abatió en Tepic a Juan Francisco Patrón Sánchez, El H-2, líder en Nayarit y Sinaloa del cártel de los hermanos Beltrán Leyva, y que López Obrador criticó por haber causado una “masacre” violatoria de los derechos humanos.
El antes estaba reducido a confrontar sólo cuando hubiera actos flagrantes y estuvieran en riesgo la vida de los militares, y replegarse y no actuar a menos de una agresión directa contra ellos. Igualmente se habia caracterizado por un acoso permanente al Cártel Jalisco Nueva Generación, enemigo del Cártel ee Sinaloa, para el que había deferencias y respeto por parte del presidente, visitante frecuente de Badiraguato, el municipio en donde nació El Chapo Guzmán, y cuna de varios de los capos más famosos de los últimos 40 años.
El después significa la ruptura con el Cártel de Sinaloa, y particularmente con los chapitos, con quienes existía, si bien no institucionalmente, una alianza informal de facto. Por un tiempo indefinido se acabarán las visitas de López Obrador a Sinaloa y Nayarit, a donde tanto viajaba, por razones de seguridad. La alerta máxima que se prendió este jueves, continuará por días y se mantendrá por algún tiempo, aunque se vaya reduciendo el grado de riesgo. El discurso de “abrazos, no balazos”, sonará hueco porque quedó demostrado con la realidad que regalar dinero a los jóvenes y permitir la impunidad, no lleva a la pacificación.
López Obrador, en la derrota de su dogma sobre la seguridad, en realidad gana, siempre y cuando no se arrepienta más adelante y dé marcha atrás a lo que comenzó ayer. Puede mantener su confusión de tratar a los narcotraficantes como guerrilleros, sin distinguir entre una lucha por motivos políticos y un negocio ilícito, pero si su voluntad política utiliza la información de inteligencia para su toma de decisiones, habrá dado un paso adelante que lo beneficiará a él, a su gobierno y, al país en general. Ningún cartel tiene más fuerza que el Estado, y al fin el presidente decidió dejarlo en claro.