El plan B es inconstitucional, es un plan perverso, regresivo y perjudicial para el buen desarrollo de los procesos electorales, el presidente lo sabe pero lo impulsa porque así satisface una personal vendetta contra el Instituto Nacional Electoral y algunos de sus consejeros.
Ya se ha dicho bastante sobre los efectos negativos que traerá la aplicación de éstas reformas aprobadas. Una mayoría de ex consejeros electorales han advertido las graves implicaciones para la organización de las elecciones y en consecuencia sobre la credibilidad, la certeza y la confianza en los procesos electorales.
A ellos se han sumado innumerables voces de organizaciones y de comunicadores y formadores de opinión, esgrimiendo razones, no solo de teoría de la democracia sino también sobre la operatividad y la supervisión para que se cumplan las normas en la materia. Todas las voces se han perdido en el vacío, no hay receptividad en el lado gubernamental.
Ahora, con el más burdo, abyecto y servil comportamiento de los legisladores de Morena y sus aliados, en el más desaseado procedimiento legislativo de que se tenga memoria, se aprobaron reformas a las leyes que rigen los procesos electorales y al INE, una vez que el intento por reformar la Constitución General de la República fue abortado y como dijo Julio César al cruzar el Rubicón, “Alea jacta est” la suerte está echada, y solo resta confiar en la independencia del Poder Judicial, en la conciencia y convicción jurídica y moral de los ministros de la Suprema Corte de Justicia, para evitar que el atropello a la Constitución y al avance democrático del país se consume.
Definitivamente no se puede considerar a la regresión propuesta un avance democrático, aunque el discurso oficial diga lo contrario, pues el retroceso es evidente, tanto en la organización de los procesos como en los procedimientos que dan certidumbre al conteo de votos y a los resultados, sin embargo, hay otros aspectos inmersos en el famoso plan B que deben preocuparnos, además de los que ya se han señalado y estos se encuentran en el análisis de las motivaciones que originaron este abominable plan.
No es un secreto que el presidente, en su larga lista de agravios, guarda la convalidación por el entonces IFE, de la elección de 2006, que perdió por reducido margen, aduciendo un fraude que no pudo comprobar.
Tampoco es desconocido que ha considerado un insulto que los Consejeros electorales hayan combatido su decisión de que nadie en la administración pública gane más que él, y en particular también el hecho real de que el presupuesto del actual INE sea multimillonario sin razonar que en este se incluye el financiamiento de los partidos, el mantenimiento del registro de electores, la supervisión permanente de los partidos políticos y las campañas, locales y federales, entre otras tareas. No se quiso escuchar esas razones y en cambio el discurso oficial se encargó de influir en la opinión pública insinuando un alto gasto en viáticos y lujos de los consejeros.
En el origen del plan B se asoma un interés perverso, pues se le hace daño a una institución por venganza, para satisfacción personal y sobre todo para demostrar a quienes marcharon para exigir que el INE no se toca, que en efecto y porque él así lo quiere, el INE sí se toca.
Pero la razón de mayor peso radica en la obsesión por conservar el poder para el movimiento que encabeza, en la aviesa intención de quitarle dientes al órgano rector del proceso para sancionar las violaciones a la normatividad electoral que han venido realizando sus candidatos y aspirantes utilizando recursos públicos, y en la total libertad que busca para llevar a cabo una elección de estado.
En efecto México tiene una democracia cara, producto fundamentalmente de la desconfianza en los procesos electorales, de la necesidad de mantener contenidos los apoyos oscuros a candidatos y partidos, de mantener al gobierno sin influencia en las decisiones del pueblo, de darle al país y a los contendientes certidumbre y confianza en los resultados electorales que es un ingrediente fundamental para la gobernabilidad y la estabilidad social, pero así lo quisieron cuando eran oposición. Sale caro satisfacer las exigencias de antaño que hoy, en el poder, no les acomodan.
Cierto es que hay margen para que, con racionalidad se pueda eficientar el gasto, pero un recorte como el que se plasma en el plan B lo único que exhibe es la necesidad de seguir consumiendo fondos y reservas para financiar políticas clientelares, sin reparar en el daño causado a instituciones de servicio e interés nacional. Organizar una elección con un padrón de casi 100 millones de electores es una tarea que cuesta, vigilar una proceso como el de 2024, en el que se habrán de elegir además del presidente de la república, 500 diputados,128 senadores, 8 gubernaturas más las elecciones locales concurrentes no es barato, ni se puede hacer con funcionarios improvisados, contratados eventualmente, sin tiempo ni dinero para una capacitación adecuada, a no ser que pretendan los autores del plan B, que las votaciones se realicen a mano alzada y que cada candidato gaste y reciba dinero de cualquier origen. Más responsabilidad y menos reacciones viscerales es lo que se esperaría de un gobierno que se precia de demócrata, mientras exhibe el rostro del autoritarismo en sus acciones.