Escucho el estruendo lejano de los cuetes y bombas con que se anuncian las misas, novenas y rosarios en las comunidades indígenas de la región donde vivo hace casi veinte años; en los días de los santos patronos y vírgenes que se festejan en cada comunidad es aún mayor ese sonido, pero ahora que se acerca el 12 de diciembre es más constante pues cada mayordomía devota de la Virgen de Guadalupe trae consigo a su cuetero, armado de esas varas donde se sostiene el cuete y un cigarrillo con el que enciende uno a cada momento.
En unas conversaciones que mi padre sostuvo con el obispo de Querétaro, Marciano Tinajero y Estrada, allá por el año 53 del siglo pasado, el eclesiástico le relató cómo había sido impuesta a los indígenas, la imagen de la virgen de Guadalupe de la región de Extremadura, de donde era originario el capitán Cortés, de quien la mayoría de los mexicanos tienen poco conocimiento y sí mucho odio, por esa leyenda negra que se gestó en la Posrevolución y alimentó gratuitamente Octavio Paz, en Los Hijos de la Malinche, ensayo de El Laberinto de la Soledad. Obedientes al padre de esta nación, se ha creído y aceptado una devoción hacia la imagen de una corriente estética como el Tequitqui, pues se dice que la tilma de Juan Diego fue pintada por el indio Marcos Cipac Aquino, cuyo nombre se pierde en la historia, un tlacuilo de grandes cualidades artísticas como lo eran aquellos hombres formados en la escritura de códices; y del arte Barroco que son una de las muchas muestras del sincretismo presente en las costumbres y tradiciones creadas al calor del mestizaje de los primeros años posteriores a la Conquista.
Ante lo que se antojaba difícil: someter al cristianismo y más al catolicismo español, a los indígenas que no olvidaban aún, en 1531, diez años después, la tragedia del sitio de México-Tenochtitlan y la destrucción del Templo Mayor; las voces de padres a hijos y a nietos sonaban con gran resentimiento y dolor, como se palpa en los textos recogidos por Miguel León Portilla en La Visión de los Vencidos; extirpar la religiosidad y ritualidad de las comunidades que las vivían cotidianamente y a todas horas del día, comunidades que se habían quedado sin identidad y estaban en búsqueda de una, al decir de Richard Nebel la Virgen de Guadalupe fue un lazo de unión entre las distintas culturas y clases sociales: “la devoción guadalupana fue un punto central de la cristalización espiritual de los diversos grupos étnicos que durante esa época formaban la población de la Nueva España” (Nebel, 1995 p. 160).
Un poco olvidado en el contexto de las apariciones guadalupanas de las que había dado cuenta el primer arzobispo de la Nueva España, fray Juan de Zumárraga, se encuentra el dominico Alonso de Montúfar, quien fue nombrado por Carlos I, el segundo arzobispo del Virreinato, en 1551. Habiendo nacido y criado en la Granada de fines del Califato y del siglo XV, en un ambiente de cercanía con el Islam, Montúfar pudo conocer la experiencia de las diferencias culturales al contacto con una nueva religión y la integración de los vencidos; llegó a su puesto, con la intención de respetar algunas tradiciones indígenas y algunas ritualidades europeas y según Gruzinski: “Vemos en Montúfar una visión social, un designio político y una ambición religiosa que explican bastante bien el papel que, supuestamente, asumió en la difusión del culto de la Virgen de Guadalupe” (Gruzinski, 1994 p. 103).
La devoción y ritualidad hacia esta advocación mariana, podría atribuirse a ese dejar hacer de las órdenes religiosas, como a la postura política de la autoridad virreinal tanto de Cortés como de Montúfar. Se dejó a las organizaciones indígenas continuar con muchas de sus prácticas rituales diarias, como los rezos y oraciones, la ornamentación con flores que no existía ni existe en Europa, de los templos y altares, la aromatización con copal y las danzas que aun se practican en los atrios de los templos y parroquias en las fiestas patronales.
El culto guadalupano ha sobrevivido más de quinientos años y ha permeado a la mayoría de los mexicanos por una o varias razones: la búsqueda de una madre amorosa y tierna que todo lo comprende perdona y acepta, como diría el psicoanálisis del mexicano, de Santiago Ramírez; como la Generala de los ejércitos insurgentes del cura Hidalgo o la protectora que los zapatistas de Emiliano llevaban en el interior de la copa de sus sombreros.
Este culto que va hasta los confines de la América, de todos los idiomas en que se comunica, a todas las clases sociales e ideológicas, como refería el maestro Froylán López Narváez, quien se decía era “marxista guadalupano”, así como en advocación de prostitutas, delincuentes y alcohólicos que le piden perdón todos los días, antes de reincidir en sus fallas; no resulta impertinente si le sirve a alguien como sentido de vida. Lo que sí parece un espectáculo mediático de visos pornográficos como dice Byung Chul Han, es exhibir a la madre de los mexicanos en un show de “mañanitas” que transmiten los engendros televisivos al que asisten los supuestos elegidos devotos, a realizar un performance de poca monta, y un programa de uno de los monstruos televisivos de este país, que expone y difunde actos de violencia en todas sus modalidades en el que la imagen de la Virgen de Guadalupe es manoseada todos los días. Sólo se sugiere ser respetuosos con la devoción hacia esta hermosa imagen simbólica de nuestra relación con la Madre de los mexicanos.
Gruzinski, S. (1994). La Guerra de las Imágenes. FCE. México.
Nebel, R. (1995). Santa María Tonantzin Virgen de Guadalupe. Continuidad y transformación religiosa en México. FCE. México.