Recuerdo ahora su emoción casi infantil. La pequeña caja de cartón donde había atesorado piedras de río, breves cantos rodados; selváticas ramitas, trozos de laja, puños de arena.
Carlos Pellicer bajaba del avión y llevaba una caja amarrada con mecates de tendedero. Su figura, distante de la fama y la personalidad de la literatura, la cultura mexicana, la arqueología, la pintura y la política –pantalones de obrero zapatones mineros; chamarra caqui, camisola de mezclilla– podría haberlo expuesto como un viejo vendedor de puerta en puerta. Solamente su altiva calva homérica lo distinguía de cualquier obrero recién llegado de una finca tabasqueña.
–¿Qué trae en esa caja, maestro?, le dije en camino a su casa apesadumbradas ambos por la terrible muerte de Jaime Torres Bodet a cuyo sepelio acudiríamos juntos unas horas más tarde.
–¡Ah!, dijo ufano. Es la basurita para el nacimiento. ¿Sabe?, dijo como quien ofrece una explicación innecesaria, es una costumbre de mi madre, me lo heredó. Cuando lo haya puesto lo voy a invitar.
Días después fui a ver su nacimiento instalado en la cochera de la casa de Sierra Nevada. Una bóveda celestial, decorada por Gerardo Murillo, envolvía el paisaje de minúsculas arboledas, riachuelos y el sencillísimo pesebre devenido en portal con ángeles en el remate, con cometa en la altura, todo en escala infantil.
Todo colocado con la precisión de una sinfonía, de una música. Los animales acá, las piedras sin anarquía, los yerbajos llevados a la dignidad de pastizales; los guijarros en roquedales, las luces y el juego de sombras paulatinas de un hechas con un reductor de luminosidad con la noche y el día en 24 minutos y la música –ese año barroca– en el fondo, no recuerdo si era Vivaldi o Pergolesi. Sólo tengo ahora memoria para el ronco recitar de Pellicer, convertido en tramoyista de su propio y minúsculo universo, como un profeta poético generando la noche y el día, la sombra y la luz del mediodía en una breve obra dedicada al recuerdo de la Navidad y de su historia.
No fue una epifanía en el sentido religioso. Pero verlo y escucharlo, atender la música y el atardecer de luces manipuladas con maestría de niño en el homenaje a la madre ausente, fue una revelación de la raíz tradicional de la natividad, más allá del sentido eclesiástico, porque quizá celebrar ese nacimiento –parteaguas de la historia–, es nada más una forma de darle la bienvenida a la vida.
Por muchas de estas cosas me ha parecido una de las más grandes estupideces de los tiempos actuales ese debate jurídico en la Suprema Corte de Justicia para prohibir la colocación de pesebres y ovejas, magos y cometas, en los edificios públicos, bajo el pretexto insensato del laicismo del estado.
Si ese argumento valiera algo, sobre todo colocado junto a la tradición, la identidad cultural y las costumbres nacionales, como el día de Muertos, las piñatas y la Cruz de mayo–, podríamos suprimir en el estadio mismo todas las imágenes, por ejemplo, de la virgen de Guadalupe y se deberían de retirar de la nomenclatura oficial todos los nombres de santos y santas a pueblos y ciudades y los descansos a la burocracia en Semana Santa.
La estólida discusión en la Suprema Corte, de la cual forma parte del ministro Juan Luis Alcántara, ha recibido muchos comentarios y algunas críticas. No tantas como debería. Pero una de ellas es notable. La pronunció AMLO. Esto dijo:
“…Creo que no tiene fundamento legal, no tiene que ver con nuestras tradiciones y costumbres. Además, atenta contra la libertad religiosa…”
El promovente del amparo cuya solución llegó hasta la Corte es Miguel Fernando Anguas Rosado. No lo conozco, ni quiero.
A mi edad ya he conocido a muchos como él. No necesito uno más. Son mayoría.