En las marchas políticas siempre hay un antes y un después. Un antes que motiva la movilización, un hecho público que cause irritación o un acto de gobierno que concita las voluntades y las expresiones para protestar o apoyar tal decisión o intención, y un después que transita por la evaluación de sus efectos.
Pocas en México han tenido tanta trascendencia como la realizada el domingo 13 de noviembre, en principio por el antes en forma de una iniciativa de reforma electoral que busca alterar la integración del poder legislativo, la elección de los integrantes de las cámaras, así como a los órganos encargados de la organización, realización y calificación de los votos y elecciones. Iniciativa cuyo trámite en el poder legislativo estuvo impregnado de autoritarismo, rigidez y negación a la discusión que trajo consigo la polarización del debate y así trascendió a la sociedad, polarizada a la vez por un consuetudinario discurso presidencial repleto de clasificaciones sociales y descalificaciones a sus críticos. Este mismo discurso fue un prolegómeno de la propia marcha, pues desde su anuncio y convocatoria a la marcha la narrativa presidencial se exacerbó y a la descalificación siguió la burla y el reto fanfarrón para que acudieran al zócalo de la Ciudad de México.
El después ha sido sorprendente, tanto para el propio titular del poder ejecutivo que ha tenido que recalibrar la profundidad del rechazo a sus medidas y pretensiones, como para los organizadores que tendrán que crear una estrategia para capitalizar la respuesta ciudadana. Los efectos han sido inmediatos y un primer logro ha sido la reactivación de la alianza opositora en el poder legislativo, comprometida a no dejar pasar la controvertida y polémica iniciativa y por otro lado, el empoderamiento del ciudadano por el conocimiento de su poder de movilización. A los partidos les debe haber quedado claro que ya no pueden decidir por el ciudadano y que los arreglos cupulares y componendas legislativas no pasarán como antes.
Por su parte el presidente que ha dicho que dicha iniciativa de reforma electoral busca democratizar y hacer partícipe al pueblo en la vida política del país, también le debería haber quedado claro que fue el pueblo, su otro pueblo, el que está tumbando esta pretendida reforma en un abierto rechazo a las decisiones autoritarias y a la imposición de normas y procesos sin consensos. E insisto en el término debería, porque parece que no fue así y retoma el discurso beligerante y retador convocando a otra nueva manifestación, ahora encabezada por él mismo, para anteponer la manifestación de su fuerza, la fuerza del poder y los recursos públicos, a lo que fue una espontánea explosión ciudadana, no contra él en lo particular, sino contra una decisión que una gran mayoría, la otra mayoría ignorada y menospreciada, rechaza.
El antes de esta marcha convocada para el 27 de noviembre estriba solo en la voluntad presidencial, en la afirmación de su estrategia polarizadora que ha conformado en su visión maniquea de un México bueno y otro malo. Bueno él y sus seguidores, el resto somos los malos. Una marcha para decir, nosotros somos más. Una marcha enmarcada en uno de sus múltiples informes que más que reflejar la realidad la ocultan en la bruma de manifiestos ideológicos, una realidad alterna, la suya. Ese es el antes de la marcha convocada por el gobierno, para oponerla a otra realizada por el pueblo, es decir, el gobierno contra su pueblo.
El después estará por escribirse y en el momento solo para imaginarse, que el 27 de noviembre habrá una movilización nacional, con recursos públicos por supuesto, para llenar el zócalo y calles aledañas, lo que lograrán, con el propósito formal y explícito de alabar la obra gubernamental, como aquellas del priismo viejo. Los efectos también predecibles serán eso, una cataplasma al ego presidencial ahora magullado por el rechazo ciudadano a su propuesta de reforma. Fuera de eso no habrá cambio alguno.
Si hemos de medir ambas marchas por su trascendencia, sin duda que sale ganando la del 13 de noviembre por la toma de conciencia de la fuerza de la ciudadanía organizada y por haber evitado el asalto al INE y la imposición autoritaria de un sistema de representación y de elecciones con más malicia que sentido democrático.
Nada trascendente tendrá la siguiente; al vaciarse el zócalo el discurso presidencial seguirá siendo el mismo, burlón, retador, maniqueo, polarizante, y tanto la marcha como la narrativa seguirán siendo los distractores que el régimen necesita para evitar que trascienda lo que cada vez es más obvio, el fracaso gubernamental. Los postulados con los que se abordó el poder como el combate a la corrupción, la redistribución social, la construcción de una sociedad más justa, el perfeccionamiento del sistema de salud, el combate a la inseguridad, la protección del medio ambiente, los asuntos de género y feminismo, siguen pendientes sin avances sustantivos a cuatro años de gestión de gobierno y seguramente, no serán temas para la marcha convocada. Eso sí, la maquinaria para la movilización electoral tendrá otro ensayo sin importar lo que cueste, hay “cash”.