Cuatro días consecutivos, cuatro, el presidente Andrés Manuel López Obrador le ha dedicado amplios espacios en su paredón de Palacio Nacional para atacar la marcha a favor de la sobrevivencia del Instituto Nacional Electoral, ante la iniciativa del jefe máximo para colonizarlo. La justificación a sus exabruptos violentos es porque, a su juicio, quienes acudirán a la expresión de protesta el próximo domingo, son hipócritas sin autoridad moral, clasistas, racistas, rateros, deshonestos, cretinos y corruptazos. Lo insano de López Obrador con sus expresiones de odio porque alguien lo ve a los ojos, son tan moralmente bajos y políticamente tan enfermizos, que no se pueden dignificar con una respuesta. Que siga el presidente con su cantos vitriólicos; el país es más grande que él.
Sin embargo, hay elementos que sí se pueden discutir. El primero, su alegato del fraude electoral de 2006, cuando Felipe Calderón lo derrotó por 236 mil votos; es decir, con una diferencia de 0.56%. Nunca aceptó haber perdido y recreó la comuna de París -pero sin gente y patrocinada por el gobierno de la Ciudad de México y empresarios amigos- para intentar crear condiciones de inestabilidad que descarrilaran el proceso.
Hubo, en efecto, quienes pensaron que era la oportunidad para hacerse del poder, como la conspiración del director de un importante periódico capitalino para que, con el estudio constitucional de un renombrado abogado universitario, entrara como interino el hoy embajador en una de las grandes misiones del extranjero. Aquello no pasó de ser calentura coyuntural alimentada por ambiciones personales, que se construía mientras López Obrador, bajo el grito de “voto por voto”, pedía el recuento en 113 mil 855 casillas, de las 143 mil instaladas, donde tenían registradas irregularidades.
La ley no permitía el recuento total, pero Calderón, para encontrar una salida al conflicto postelectoral, le envió un mensaje a López Obrador, donde le ofrecía estar dispuesto a que hubiera un nuevo cómputo voto por voto -al margen del entonces Instituto Federal Electoral-, con la condición de que quien perdiera, reconocía la victoria de su adversario. No hubo respuesta. Calderón repitió el mensaje con un nuevo enlace, pero la reacción fue la misma, el silencio. ¿Hubo fraude el 2 de julio de 2006? Si nos atenemos a lo que marca la ley, que el cómputo oficial y legal es el que se pega afuera de las casillas electorales firmadas por los representantes de los partidos, López Obrador perdió la elección. De hecho, las actas le daban una ventaja ligeramente mayor a Calderón.
La historia mexicana desde que López Obrador está en la vida pública, la han escrito los perdedores, por lo que la idea de fraude en aquella elección, anidó el huevo de la serpiente. La fuerza de su propaganda, silogismos, sofismas y mentiras son un talento nato de López Obrador, que mediante la victimización y el llanto permanente vive inmerso en una epopeya homeriana luchando contra gigantes. Él es el presidente más fuerte y con mayor concentración de poder que se recuerde, pero le gusta llorar. “A la gente que vaya (a la marcha)”, dijo, “que sepa que es una manifestación en contra de nosotros por la política que estamos llevando a favor del pueblo”.
Este es otro tema digno de discutir. La marcha busca enviar un mensaje claro a los legisladores para que no aprueben la iniciativa del presidente para reformar el INE. “Hablan de que se va a destruir al INE, que va a haber una dictadura, que lo estoy haciendo porque me voy a quedar, que va a haber reelección”, añadió en sus peroratas. La iniciativa sí destruye al INE como lo conocemos, un eficiente órgano para administrar y organizar elecciones, al pretender cancelar el Servicio Profesional Elector, que afecta la organización de comicios, le quita el padrón electoral y lo convierte en una lista nominal controlada por el gobierno, que decidiría quién vota y quién no, y elimina la independencia en la elección de consejeros, dejando la principal carga al Ejecutivo.
Rechaza López Obrador que esto llevaría a una dictadura, que ningún convocante a la marcha ha dicho, pero es una idea muy arraigada en su cabeza, tanto, que ha hablado en las mañaneras más de Porfirio Díaz que de Benito Juárez. No sé si la reforma del INE, simule una dictadura a largo plazo, pero aún sin ella, ya vivimos bajo un régimen de poder concentrado, sin muchos contrapesos. La forma como aprueba su mayoría ipso facto sus iniciativas en el Congreso, es una prueba de ello. El manejo faccioso de datos personales y violaciones flagrantes a la ley sin consecuencias, es otra. La exclusión de las minorías, que es a quienes defiende el INE -la calidad de la democracia se mide por el respeto de las mayorías a las minorías-, y su retórica escatológica, también contra las minorías, es una más.
Su dicho de que están advirtiendo que se quiere reelegir es absurdo. El INE no tiene competencia al respecto, que se encuentra en el ámbito del Legislativo. Si quisiera reelegirse, tendría mayoría en las cámaras, pero necesitaría la suma de otros legisladores opositores para alcanzar la mayoría calificada. Sin embargo, pensar en ello es igualmente absurdo. Si gana Morena la Presidencia, como él y muchos consideran que será en 2024, él no tendría que permanecer en el poder. El jefe máximo tendrá su corcholata evocando a Pascual Ortiz Rubio en Palacio Nacional.
Sin embargo, hay en toda esta discusión un hipertexto que va más allá de quién gane la Presidencia y de la autonomía e imparcialidad del árbitro electoral, que parte de la pregunta hipotética: ¿y si Morena no gana la Presidencia? Visto el talante pirómano de López Obrador a lo largo de su vida pública, la creciente violencia de su palabra y la obsesión por quedarse y mantener el poder con todo a costa de todo, la marcha para defender al INE que conocemos, también es un freno a la externalidad probable del incendio de la mañana siguiente.
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